<p>El mismo año en que se estrenó<i> Depredador (Predator),</i> de la que ahora mismo hay una secuela (la enésima) en cartelera, hacía otro tanto <i>Perseguido</i>. En las dos, Arnold Schwarzenegger ejercía de estrella del momento con la misma autoridad con que escupía sobre la patio de butacas su perfecto inglés austrohúngaro; y en las dos, junto al <i>Terminator </i>de unos años antes y <i>Desafío total </i>de unos años después, el futuro (o simple metáfora en el primer caso) de la humanidad que se dibujaba en pantalla se parecía bastante a una pesadilla de sujetos presuntamente libres acosados por alienígenas, por grandes corporaciones o por programas de televisión con una única misión: acabar con todos. Con todos menos con Schwarzenegger, claro. Lo curioso es que ya hemos llegado a ese futuro del que se hablaba en los 80 y los gobernantes con aspectos de alienígenas, las corporaciones que adivinan nuestros deseos y acto seguido nos los sirven empaquetados en la puerta de casa y los concursos de la tele que nos prometen la más estúpida de las felicidades han dejado de ser ser simples hipótesis. Están entre nosotros y somos nosotros. <strong>Es decir, que lo que parecía una terrible profecía tiempo atrás, ahora mismo es simplemente lo que es. No hay más.</strong></p>
Edgar Wright empapa de dinamismo, furia y del sudor de Glen Powell la película ochentera protagonizada por Schwarzenegger sin evitar del todo que el resultado suene ya algo viejo y gastado
El mismo año en que se estrenó Depredador (Predator), de la que ahora mismo hay una secuela (la enésima) en cartelera, hacía otro tanto Perseguido. En las dos, Arnold Schwarzenegger ejercía de estrella del momento con la misma autoridad con que escupía sobre la patio de butacas su perfecto inglés austrohúngaro; y en las dos, junto al Terminator de unos años antes y Desafío total de unos años después, el futuro (o simple metáfora en el primer caso) de la humanidad que se dibujaba en pantalla se parecía bastante a una pesadilla de sujetos presuntamente libres acosados por alienígenas, por grandes corporaciones o por programas de televisión con una única misión: acabar con todos. Con todos menos con Schwarzenegger, claro. Lo curioso es que ya hemos llegado a ese futuro del que se hablaba en los 80 y los gobernantes con aspectos de alienígenas, las corporaciones que adivinan nuestros deseos y acto seguido nos los sirven empaquetados en la puerta de casa y los concursos de la tele que nos prometen la más estúpida de las felicidades han dejado de ser ser simples hipótesis. Están entre nosotros y somos nosotros. Es decir, que lo que parecía una terrible profecía tiempo atrás, ahora mismo es simplemente lo que es. No hay más.
The Running Man es remake de Perseguido. Y para que no haya dudas, es mucho mejor película. Más entretenida, más dinámica, más consciente de sí y, por ello, mucho menos ingenua. Igual de idiota, eso sí, pero sin complejos. Y eso ya es mucho, pero no suficiente. Sobre el relato de Stephen King de rigor, se cuenta la historia de un hombre desesperado que, sin trabajo y con un crío enfermo al que no puede comprar un simple antipirético, decide jugárselo todo en el más sangriento y pornográfico de los realities de la tele. Y no es La isla de las tentaciones. La idea es muy sencilla: se trata de sobrevivir. De nuevo, y como en La larga marcha o Los juegos del hambre, el concursante es arrojado a un juego de todo o nada. O llega vivo al último día y se convierte en uno más de los pocos privilegiados de un mundo tan absurdo como el que ahora tenemos, o, simplemente, no llega y, en consecuencia, nada.
Edgar Wright aplica con el rigor debido la particular y muy personal plantilla de un cine que se alimenta exclusivamente de cine. De nuevo, como en la llamada trilogía del Cornetto (Zombies party, Arma fatal y Bienvenidos al fin del mundo), en Baby driver o en Última noche en el Soho, las referencias que animan la mirada del director viven, se reproducen y mueren en el estricto margen del espacio de la pantalla: sea en el cine de género de otras épocas, sea en las persecuciones de coches de cuando los coches solo tenían etiqueta A, sea en la música y el Londres de los sesenta. Se abandona de una vez por todas la vieja aspiración de acercarse a la realidad (sea esto lo que sea) para proponer un ejercicio de cinefilia endogámica tan divertido como libre de prejuicios y feliz en su bucle melancólico. En este caso de manera casi evidente porque, ya se ha dicho, es remake. La gracia añadida, por así decirlo, es que, en el juego de espejos que nos propone The Running Man, los reflejos se multiplican hasta casi el infinito. No es solo el cine analógico (o casi) enfrentado al universo digital de la tele, sino que es el sueño del futuro de los ochenta colocado al lado de su presente, que es también el nuestro. Es el macho destructor Schwarzenegger junto a la masculinidad deconstruida de Powell. Y así.
El problema, que lo hay, es que todo lo que sonaba tremendo y hasta premonitorio unas cuantas décadas atrás no solo nos ha dejado de impresionar sino que hasta da ternura. Es como si el The Running Man de ahora llegara a la pantalla no tanto para avisarnos o hacernos reflexionar sobre nada (como podría suceder con el relato original de King) como simplemente para levantar acta de lo mal que está la tele generalista a fecha de hoy. Wright se luce en las escenas de acción (sobre todo, en la que todo explota en el subsuelo), pero descorazona ligeramente cuando intenta parecer una persona mayor y pelea por colocarse a la altura de, por ejemplo, Network, un mundo implacable, que, al final, es de lo que se trata.
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Director: Edgar Wright. Intérpretes: Glen Powell, William H. Macy, Lee Pace, Josh Brolin, Emilia Jones. Duración: 133 minutos. Nacionalidad: Reino Unido.
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