<p><strong>Como tema de conversación, el apocalipsis no tiene rival. </strong>Pone mal cuerpo y deja un cierto regusto a legumbre mal hervida y peor digerida, pero como argumento cinematográfico es otra cosa. Anima mucho en las tardes de lluvia y llena programaciones de festivales serios sin que los responsables pasen por unos optimistas ingenuos (es decir, tontos). Es más, de unos años a esta parte, signo inequívoco de los tiempos, no se ve otra cosa. Y no nos referimos tanto a los artefactos desmedidos de Roland Emmerich, que también, como a la inquietante sensación de que la cosa se acaba de la mano de series como <i>El eternauta</i> o <i>The Last of Us </i>o dramas (o comedias) de cámara como <i>No other choice</i>, recién presentada aquí mismo de la mano de Park Chang-wook.</p>
La directora se muestra tan resolutiva y enérgica como siempre en un thriller político demasiado convincente. A su lado, Ozon no justifica por qué vuelve a El extranjero de Camus y Gus Van Sant se divierte de manera confusa con Dead Man’ Wire, un secuestro que también es parábola
Como tema de conversación, el apocalipsis no tiene rival. Pone mal cuerpo y deja un cierto regusto a legumbre mal hervida y peor digerida, pero como argumento cinematográfico es otra cosa. Anima mucho en las tardes de lluvia y llena programaciones de festivales serios sin que los responsables pasen por unos optimistas ingenuos (es decir, tontos). Es más, de unos años a esta parte, signo inequívoco de los tiempos, no se ve otra cosa. Y no nos referimos tanto a los artefactos desmedidos de Roland Emmerich, que también, como a la inquietante sensación de que la cosa se acaba de la mano de series como El eternauta o The Last of Us o dramas (o comedias) de cámara como No other choice, recién presentada aquí mismo de la mano de Park Chang-wook.
Lo de Katryn Bigelow es distinto porque es igual. Es decir, la directora de En tierra hostil y La noche más oscura (Zero Dark Thirty) maneja las armas del thriller político como nadie (y como ningún otro colega hombre), pero a su desproporcionada manera: con muchos aviones y helicópteros (nada de drones baratos), con rodajes que bloquean Washington de un extremo a otro y con unas cuantas Situation rooms (las habitaciones de los problemas) con más monitores de televisión que el escaparate de Mediamark. Su respuesta cada vez que el director de arte le hace una consulta es simple: «Pon el doble». Y de esta manera, A House of Dynamite (Una casa de dinamita) es exactamente eso: distinto a todo y exactamente igual a Bigelow. Tal cual.
El punto de partida es espeluznante por sencillamente real. O solo posible. Como Punto límite (1964), de Sidney Lumet, pero de ahora. De repente, un misil atómico emerge desde mitad del Pacífico (cosas de los submarinos) camino de Chicago donde impactará en 19 minutos si nadie lo remedia. Recuérdese, ya no estamos en la Guerra Fría y el armamento nuclear sigue, como el dinosaurio, ahí. Ahora imaginemos que eso mismo ocurre una mañana cualquiera. Eso sucede en A House of Dynamite. No hablamos de una guerra en marcha donde todo el mundo está avisado y con la respuesta ensayada para cada movimiento del enemigo. Esta vez, todo empieza como probablemente empezarían estas cosas mientras el presidente juega al baloncesto, el encargado del operativo se levanta con resaca, el oficial al mando se preocupa por la fiebre de su niño y el secretario de Defensa ensaya su swing en el campo de golf (siempre hay uno que juega al golf). Ahora imaginen (y esto no lo hace la película) que el líder de la mayor potencia del mundo amenazada en vez de ser un actor cabal y con los diálogos de un guion pulido perfectamente memorizados, es Trump. Sí, lo han adivinado, vivimos en una película de terror.
Bigelow cuenta su historia desde tres puntos de vista. No se trata de tres versiones distintas, sino complementarias. El primero acto da el protagonismo a una soberbia Rebecca Ferguson desde la Situation room mencionada (además de al lugar desde el que se lanza el misil que ha de para al misil. Misil contra misil). El segundo es cosa principalmente de generales en el búnker operativo con Tracy Letts a los mandos. Y el tercero queda en manos del presidente, que no es otro que Idris Elba cada vez con el gesto más serio, y del que juega al golf (Jared Harris). No hay mezclas ni intersecciones ni juegos narrativos. Todo discurre en línea recta o, mejor, en aceleración constante contra el muro. El apocalipsis.
Dice la directora que creció en una época en la que esconderse bajo el pupitre se consideraba el protocolo indispensable para sobrevivir a una bomba atómica. «Ahora parece absurdo, y ya lo era entonces, pero en mi infancia la amenaza era tan inmediata que tales medidas se tomaban en serio. Hoy, el peligro no ha hecho más que aumentar», añade. Lo cierto es que su película consigue transmitir la urgencia de la que habla. Y el absurdo de todo. En su absoluta y minuciosa convencionalidad, todo funciona, todo suma tanto en fiebre como pánico. Sí, es triste que resulte tan entretenido el fin del mundo, pero quién se resiste.
La siguiente película a competición también hizo pie en el apocalipsis. Pero el de dentro. El francés François Ozon vuelve a adaptar el libro de Albert Camus del que ya se ocupara Luchino Visconti en 1967 de manera algo más que resplandeciente (cegadora incluso), y la primera pregunta que surge es ¿por qué? La verdad es que cuesta entenderlo y es el momento de ahora mismo, unas horas después de ver la película, que no damos con una respuesta adecuada. La película sigue con parsimonia la literalidad del viaje de Meursault desde el vacío a la nada, ida y vuelta, y lo hace de manera tan desnuda como fiel. Pero, nueva pregunta, ¿qué es la fidelidad cuando, como decía aquel, se baila de arquitectura? Eso es lo que hace el cine con la literatura.
El director dice que cuando ha llevado al cine literatura se ha ocupado de obras poco conocidas y añade que es ahora la primera vez que se atreve con un clásico universal. Ése fue el reto. Confiesa eso y que, a medida que se embarcó en el proyecto, cayó en la cuenta de hasta qué punto es personal el argumento tratado (su abuelo huyó de Argelia después de un atentado fallido) y, más importante, actual. «Trabajando con documentos y archivos, y conociendo a historiadores y testigos de la época, comprendí hasta qué punto todas las familias francesas tienen alguna conexión con Argelia y me di cuenta del profundo silencio que aún pesa sobre nuestras historias compartidas», afirma.
De hecho, el único, o uno de los pocos, subrayados evidentes que se permite el director tiene que ver con el racismo, el de entonces y el de ahora. El resto sigue tal cual. Y ahí es donde surgen los problemas. En verdad, El extranjero de Ozon no presenta ningún argumento creíble sobre sí ni sobre su oportunidad, limitándose a cumplir como si de una novela ilustrada se tratara. Directamente en contra juega la interpretación de su protagonista, Benjamin Voisin, que en su empeño de alejar de su trabajo toda emoción o razonamiento, más que nihilista parece Alexa (o Siri, según). Duele comparar, pero el esfuerzo de Marcello Mastroianni para desnudarse de su propio carisma en la versión de Visconti sigue ahí como un ejercicio insuperable.
Una cosa es cierta y plenamente coherente: de la misma manera que el absurdo es la prueba de cargo de la novela de Camus, por momentos, no menos absurda resulta la propuesta de Ozon. Y aquí, ya sí, todo encaja.
Por último, fuera de competición y con la excusa de un premio con nombre de aperitivo italiano, Gus Van Sant presentó su último trabajo. Dead Man’s Wire (literalmente, el alambre del hombre muerto) toma como inspiración lo ocurrido en febrero de 1977 cuando un hombre primero hipotecado y luego estafado (o al revés) por un banco de Indianápolis tomó como rehén al hijo del dueño. El hecho se convirtió en un acontecimiento en su momento y no fue ajeno a su fama el método utilizado: un alambre atado al gatillo que rodeaba el cuello de la víctima. El director de Elephant convierte en casi comedia, casi thriller, casi drama, la historia con la intención declarada de que sea, en verdad, metáfora, parábola o simple ilustración de lo que nos pasa aquí y ahora.
Dead Man’s Wire funciona a medias y no siempre. Es decir, como los intermitentes, una veces va y otras simplemente se queda a oscuras. Con Bill Skarsgård, Colman Domingo o Al Pacino en el reparto, la propuesta de Van Sant se antoja brillante cuanto más histérica y fuera de norma se presenta. El problema es que la total ausencia de ritmo y las lagunas de un relato tan premioso como descontrolado ahogan en buena medida tanto el resultado como, más importante, la moraleja que no es otra que los que robaron en los 70 son los que roban ahora. Y ahí seguimos, embarrados en el mismo apocalipsis (atómico, existencial o bancario) que no cesa.
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