April, la mujer como sacrificio y prodigio descarnado, un cine perfecto para el nacimiento, un aborto y la sangre (*****)

<p>La primera escena coloca al espectador en un terreno inseguro y lleno de fantasmas. Fantasmas muy personales. No está claro qué vemos, nada se dice sobre ella (parece una mujer), no hay pistas sobre la función que ha de cumplir en la historia que vendrá. Un ser (quizá humano, o solo un mito) con la piel arrasada se mueve en un espacio sin dueño entre la vigilia y el sueño, entre la oscuridad y la luz. Se diría que, como mantenía San Juan de la Cruz, el viaje que de entrada propone <strong>la georgiana Dea Kulumbegashvili </strong>no es tanto para ver como para no ver. La idea es llamar a la parte de atrás de la conciencia y de la mirada, donde habitan los monstruos. La siguiente secuencia es un parto. Y su presentación frontal deja poco espacio para la elucubración <strong>todo está a la vista, todo sangra, todo se ofrece de manera tan natural que se hace carne sobre la pantalla. Carne que muere.</strong></p>

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 La georgiana Dea Kulumbegashvili completa con su segunda película un poderoso ejercicio de cine al límite de sí mismo tan carnal como revolucionario y furiosamente mujer, que no solo feminista  

La primera escena coloca al espectador en un terreno inseguro y lleno de fantasmas. Fantasmas muy personales. No está claro qué vemos, nada se dice sobre ella (parece una mujer), no hay pistas sobre la función que ha de cumplir en la historia que vendrá. Un ser (quizá humano, o solo un mito) con la piel arrasada se mueve en un espacio sin dueño entre la vigilia y el sueño, entre la oscuridad y la luz. Se diría que, como mantenía San Juan de la Cruz, el viaje que de entrada propone la georgiana Dea Kulumbegashvili no es tanto para ver como para no ver. La idea es llamar a la parte de atrás de la conciencia y de la mirada, donde habitan los monstruos. La siguiente secuencia es un parto. Y su presentación frontal deja poco espacio para la elucubración: todo está a la vista, todo sangra, todo se ofrece de manera tan natural que se hace carne sobre la pantalla. Carne que tras un instante de furia, muere.

Digamos que el prodigio reside en el contraste, en la forma en la que esas dos escenas se miran una a otra, desde un lado y otro de la mirada. La directora del milagro que fue ‘Beginning’, cinta con la que consiguió la Concha de Oro en San Sebastián, insiste ahora en su segunda película con un relato mucho más terrenal, embarrado y, si se quiere, transparente. Y duro, durísimo. La historia es sencilla. Tras la muerte de un recién nacido durante ese parto por fuerza de dolor, la ginecóloga, Nina, se ve sometida a un inquisitorial escrutinio entre rumores de que practica abortos ilegales a quienes lo necesitan.

Sobre una pantalla cuadrada, la protagonista inicia su particular descenso a un infierno compartido que tiene mucho de huida de sí misma. El periplo es a través de la noche más oscura del alma y de Georgia. NIna (soberbia y profunda Ia Sukhitashvili) busca sexo, lo encuentra, lo rechaza, la rechazan. Ayuda a las mujeres que nada saben de su cuerpo sometido. Y mientras, viaja por un abismo perfecto que igual llama a la brutalidad que a la magia, al descubrimiento que al miedo. Las imágenes perdidas en el fondo de las retinas se abrazan con la claridad de sangre y vómito de un aborto filmado como nunca antes. Es decir, desde el interior de la conciencia, de la conciencia femenina que tantas veces se ha negado.

Es imposible no trazar líneas de contacto entre la propuesta de la directora georgiana y el cine, por ejemplo, del mexicano Carlos Reygadas. De la mano de una descomunal actriz protagonista, la cineasta acierta a rastrear en lo más crudo de lo que nunca se cuenta: esa otra parte que no tiene que ver tanto con la humillación de la mujer como un accidente corregible de la historia, sino con la propia estructura de una sociedad que ha depositado en precisamente esa humillación su propia razón de ser. Y eso vale para todo: desde la cotidianidad más banal a la propia raíz de la medicina en general y de la ginecología muy en particular.

La cámara se detiene en cada plano consciente de su capacidad de revelar lo que la mirada rutinaria y cotidiana esconde. No es contemplación, es revelación. El esfuerzo de ‘April’ no es discursivo. Su idea no es relatar el padecimiento de una mujer en medio de un escenario de opresión. Mucho más ambicioso, el objetivo es alcanzar la estructura misma de la mirada y describir el sinsentido de cada gesto que consiente, promueve y protege la ignominia, la ofensa y el miedo. No es cine tanto para la acción política inmediata como para la transformación de todo, empezando por la forma de mirar, la manera de comprender.

Al final, vuelve a aparecer el ser. Es una mujer. Ya lo sabemos. Pero en verdad es un fantasma doliente colocado en el centro, como metáfora y elipsis, de una película descomunal anegada de la sangre de dos partos (el segundo con la herida abierta de una cesárea) y castigada por la misma sangre de un aborto. Ver para no ver. No ver para ver mucho más claro. Qué precioso León de Oro, por cierto.

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