<p>Fue Jean Ferry el que imaginó los azares de una sociedad tan secreta que ni sus miembros eran del todo conscientes de su existencia. Se podía formar parte de ella y no saberlo, y, al contrario, muchos de los que hacían ostentación del puesto más alto de su cúpula no eran más que piezas de una cuidada estrategia de ocultación. <strong>No eran nada. Pero cumplían su cometido.</strong> ¿Cuál? Cómo saberlo. Sólo pensar en la lejana posibilidad de hacer público su propósito habría acabado con los casi sagrados e indescifrables principios de la hermandad.</p>
Edward Berger convierte la reunión de los cardenales de la que sale, además de humo, el Sumo Pontífice en el escenario de un thriller vaticano tan resuelto como, definitivamente, muy loco
Fue Jean Ferry el que imaginó los azares de una sociedad tan secreta que ni sus miembros eran del todo conscientes de su existencia. Se podía formar parte de ella y no saberlo, y, al contrario, muchos de los que hacían ostentación del puesto más alto de su cúpula no eran más que piezas de una cuidada estrategia de ocultación. No eran nada. Pero cumplían su cometido. ¿Cuál? Cómo saberlo. Sólo pensar en la lejana posibilidad de hacer público su propósito habría acabado con los casi sagrados e indescifrables principios de la hermandad.
Al Vaticano, admitámoslo, le ocurre algo parecido. No es que la iglesia católica sea una sociedad secreta, pero buena parte de sus rituales, por lo menos contemplados desde fuera, se alimentan del secreto que suscitan, del secreto que encubren y del secreto que secretan. Y, la verdad y sin dogmátismos, el secreto tiene su gracia. El alemán Edward Berger lo sabe. O por lo menos se enteró de ello, quizá secretamente, cuando cayó en sus manos el libro de Robert Harris Cónclave en el que se basa la película que va después del éxito sin secreto alguno que fue Sin novedad en el frente (2022).
Edward Berger.ANDER GILLENEA / AFP
Digamos, para insistir un poco más, que la virtud de Cónclave es precisamente el secreto. Un grupo nutrido de cardenales se enclaustran en probablemente el más bello lugar del planeta (la Capilla Sixtina) para decidir quién será el próximo papa. Uno de ellos, al que da vida Ralph Fiennes, es el señalado por el pontífice aún moribundo como árbitro en la contienda por fuerza oculta (y secreta) que dará con el nombre del sucesor. La deliberación correrá a cuenta no de 12 hombres sin piedad sino de 120 muy piadosos (o, por lo menos, eso parecen). Y allí vemos al progresista que quiere que la iglesia sea refugio para el diálogo entre cultural (Stanley Tucci); al conservador directamente heredero de la muy santa Inquisición empeñado en promover la enseñanza del latín como freno del Islam (Sergio Castellitto); al intrigante sin más ideología que el poder (John Lithgow); al abanderado de lo pobres (Lucian Msamati) y a una monja (Isabella Rossellini). Hay más, pero, de momento, permanecen en silencio, que es otra de las formas del secreto.
Lo que sigue es un thriller de ésos a los que es imposible renunciar. Berger se las ingenia para hilvanar metáforas más o menos obvias sobre las guerras ideológicas, culturales y de las otras que se suceden fueran del enclaustramiento con la misma finura y elegancia que hace coincidir la batalla interior con la exterior. Se antoja brillantísimo el partido que le saca el director a los pasillos infinitos, las puertas lacradas y los frescos de Miguel Ángel perfectamente acompasados a la tormenta de las almas. Secreto sobre secreto.
Y así hasta que el último tercio la película decide sorprendernos con su último gran secreto y se boicotea a sí misma sin el menor asomo de piedad. Pero lo curioso es que toda la locura a la que se arroja la excentricidad de Cónclave en su desenlace, lejos de arruinar nada, lo humaniza todo, lo vulgariza incluso. Por momentos, parecería que frente al rigor cartesiano de la primera mitad, de repente y sin previo aviso, un alumno del Almodóvar de otros tiempos (el de Entre tienieblas) haya obtenido permiso para meter manos en un guion ya sí perfectamente descontrolado. Todo lo entretenido y tenso que había resultado todo hasta bien pasada la mitad adquiere de golpe el carácter de lo delirante. En definitiva, no nos engañemos, si hay algún secreto que ni los miembros (que no se saben miembros) de la sociedad de Jean Ferry serían capaces de desentrañar es lo que hay debajo de una sotana. ¿El qué? Cómo saberlo. Amén.
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