<p><i>»1941 </i>pinchó el globo del niño prodigio», resume lacónico Peter Biskind en <i>Moteros tranquilos, toros salvajes.</i> Han pasado los años desde su estreno el 14 de diciembre de 1979 y el brutal desahogo de la crítica de entonces («Es lo más parecido a meter la cabeza en un pinball durante dos horas», escribió Pauline Kael) se antoja ahora, cuatro décadas después, el mayor aliciente para declararse fan. <strong>El tiempo convierte lo deplorable en un exquisito manjar para la nostalgia. </strong>Oficialmente, más allá de las cifras de recaudación que no fueron tan desastrosas, la única comedia en la filmografía de Steven Spielberg cuenta como su mayor fracaso a todos los efectos. Reconocido por él mismo. «El poder se te sube directo a la cabeza. Me sentía inmortal después de un éxito de la crítica y dos éxitos de taquilla [venía de firmar <i>Tiburón </i>y <i>Encuentros en la tercera fase</i>], uno de los cuales era la película más taquillera de la historia hasta ese momento. Pero 1941 no era un filme cualquiera, de esos en los que uno puede hacer lo que quiere… No me hacía reír, no hacía reír a nadie, ni en el plató ni en los copiones», confesó el director con el pasar del tiempo cuando alcanzó a recuperarse de la impresión que le produjo la primera proyección ante el público antes del estreno oficial: «Por primera vez en mi vida vi cómo la gente se tapaba los oídos durante una película. En una película de terror se tapan los ojos… ¿¡pero los oídos!?».</p>
La parodia sobre una supuesta invasión nipona a Los Ángeles se saldó con el gran fiasco oficial de Steven Spielberg; un desastre que el tiempo ha convertido en cinta de culto
«1941 pinchó el globo del niño prodigio», resume lacónico Peter Biskind en Moteros tranquilos, toros salvajes. Han pasado los años desde su estreno el 14 de diciembre de 1979 y el brutal desahogo de la crítica de entonces («Es lo más parecido a meter la cabeza en un pinball durante dos horas», escribió Pauline Kael) se antoja ahora, cuatro décadas después, el mayor aliciente para declararse fan. El tiempo convierte lo deplorable en un exquisito manjar para la nostalgia. Oficialmente, más allá de las cifras de recaudación que no fueron tan desastrosas, la única comedia en la filmografía de Steven Spielberg cuenta como su mayor fracaso a todos los efectos. Reconocido por él mismo. «El poder se te sube directo a la cabeza. Me sentía inmortal después de un éxito de la crítica y dos éxitos de taquilla [venía de firmar Tiburón y Encuentros en la tercera fase], uno de los cuales era la película más taquillera de la historia hasta ese momento. Pero 1941 no era un filme cualquiera, de esos en los que uno puede hacer lo que quiere… No me hacía reír, no hacía reír a nadie, ni en el plató ni en los copiones», confesó el director con el pasar del tiempo cuando alcanzó a recuperarse de la impresión que le produjo la primera proyección ante el público antes del estreno oficial: «Por primera vez en mi vida vi cómo la gente se tapaba los oídos durante una película. En una película de terror se tapan los ojos… ¿¡pero los oídos!?».
La historia es conocida. El presupuesto se disparó hasta casi los 40 millones de dólares, John Wayne (primera opción para el general Stilwell) calificó de ultraje antipatriótico el guion, el tiempo de rodaje superó en un mes al ya desmesurado empleado en Tiburón, el consumo de cocaína de John Belushi le incapacitó para nada que no fuera consumir más cocaína y el guion se rehízo sobre la marcha a merced de los caprichos y delirios de grandeza de actores, del productor, del propio Spielberg o de cualquiera con una idea lo suficientemente extravagante para resultar infilmable. Los autores del libreto, Robert Zemeckis y Bob Gale (los dos Bob), culparon a la inseguridad demostrada por el director que siempre exigía más; este último descargó la responsabilidad sobre los guionistas y la propia producción («Nos habría ido mejor con diez millones menos, porque pasamos de tener un argumento a tener siete subargumentos»), y, en general, nadie acabó de explicarse qué hacía un tipo sin gracia intentando ser gracioso.
Desde la distancia, todo resulta menos disparatado. De algún modo, 1941 se puede considerar un hijo de su tiempo de manera incluso radical. Era la película que había que hacer. Justo antes de que la comedia diera un vuelco de la mano de Jim Abrahams, los hermanos Zucker y su Aterriza como puedas, cintas como Desmadre a la americana, inspiradas por la irreverencia salvaje de los chicos de Saturday Night Live, anunciaban un tiempo nuevo solo reservado a los más descerebrados. Era cuando, frente a un rígido y muy conservador establishment, lo punki (al contrario que ahora) era ser inteligente. Por otro lado, el cinéfilo Spielberg se negaba a quedarse atrás en el deporte favorito de su generación: como el propio Altman, Scorsese o Coppola, él también quería demostrar que sabía y podía deconstruir los géneros clásicos.
Hasta el momento, sus trabajos, igual que buena parte de todo lo que vendría después, habían sido capaces de rendir homenaje al viejo Hollywood desde la frescura de un enfoque feliz y sin prejuicios a medio camino entre la reivindicación y el homenaje. El thriller, la ciencia-ficción o el género de aventuras vivieron y vivirán en sus manos la mayor y mejor transformación posible hacia la universalidad de una mirada compartida. Reconocido con gesto de arrepentimiento por Spielberg, su idea no confesada en su momento cuando abordó el proyecto no fue tanto confeccionar la comedia grande y loca que se ve, sino rescatar los usos y costumbres de los musicales clásicos y reconfigurarlos con la nueva espectacularidad que procuraban nuevos medios. Y aquí entraban la célebre grúa gigante Louma capaz de imágenes ingrávidas hasta entonces imposibles y unos efectos especiales que acaban de ofrecer escenas inéditas en La guerra de las galaxias. El avión dando loopings sobre Los Ángeles, la casa desplomándose sobre el acantilado o la noria rodando hacia el mar son solo unos ejemplos de todo lo inaudito que transita alegremente por la película. 1941 no fue una casualidad. Tenía que ser.
La cinta quiere contar el estado de histeria colectiva en los días posteriores al ataque japonés contra Pearl Harbor. Y lo hace, como no podía ser de otro modo, desde el histerismo. Como si se tratara de un circo de tres (o 3.000 pistas), 1941 cuenta a la vez lo que ocurre en un submarino nipón, en un parque de atracciones, en una mansión al borde de un acantilado, en un concurso de baile, en el interior de un cine que proyecta Dumbo, en un tanque de guerra, en un caza que pilota Belushi por toda la costa Oeste, en un bombardero con una fetichista de los aviones dentro… y dos huevos duros. La película se abre con un autohomenaje a Tiburón (quizá lo más divertido) al que siguen citas a El diablo sobre ruedas, ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (la verdadera inspiración del proyecto) y una larga lista de musicales clásicos y no tanto.
Se cuenta que el día del estreno Spielberg se fugó con Amy Irving rumbo a precisamente Japón donde planeaban casarse. Antes de aterrizar el avión en Tokio, el compromiso estaba roto. Irving acabaría con Willie Nelson. Ese fue el último fracaso de 1941. Vista desde ahora, la extravagancia se lo come todo. Y resulta imposible no contemplar con mucha envidia un tiempo en que el cine se permitía fracasar de este modo tan glorioso. En el guion original, el final, en forma de venganza, acababa celebrando la detonación de la bomba atómica sobre Hiroshima. Es decir, la película es mala, pero disponía todavía de más argumentos y potencial para haber acabado por ser la más obscena y peor de todas.
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1941. Año: 1979. Dirección: Steven Spielberg. Intérpretes: John Belushi, Bobby Di Cicco, Tim Matheson, Dianne Kay, Treat Williams. Duración (original): 118 minutos. Nacionalidad: Estados Unidos.
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