Es Julio Iglesias, ya lo conocéis: canta poco, compone menos, baila mal y los intelectuales le perdonan la vida, pero el mundo entero se enamoró de él

<p>Cruzado ya el umbral de los 80 años, <strong>Julio Iglesias puede sentarse a meditar sobre las raras providencias de una vida</strong>: ha parado un penalti a Di Stéfano, ha sido amigo de los Reagan y los Clinton, ha actuado para Mitterrand e intimado con Sarkozy, ha cantado con Parton o Sinatra y —entre otros honores más o menos verosímiles— cuenta con un día oficial en Miami, una estrella en Hollywood y hasta la ciudadanía de honor de Benidorm. En un golpe de comicidad involuntaria, una asociación de familias americanas llegó a nombrarle <i>Padre del año</i> cuando aún, por cierto, le quedaban cinco hijos que engendrar. Cruzado el umbral de los 80, en fin, se le supone, peldaño más, peldaño menos, entre los diez artistas más ricos del mundo y, allá con Madonna y Elton John, el que más discos ha vendido cuando, nota relevante, aún había que ir a comprarlos. <strong>Ha sido el español más conocido del siglo XX tras Dalí y Picasso</strong> y, por si este <i>cursus honorum</i> resultara parco, es además embajador del cocido de Lalín. En la última vuelta del camino, a Julio Iglesias la ironía posmoderna le ha regalado ya su forma suprema de inmortalidad: convertirlo en meme. Eso también significa, <i>hélas</i>, que para más de una generación ya no es una voz que les habla sino una presencia desactivada, asumida, como un paisaje de fondo. En el mejor de los casos —él mismo lo sabe—, su música pertenece al género de los placeres culpables: sus canciones suenan en el último pico alcohólico de la fiesta, poco antes de que se manifiesten la lujuria desesperada, el hambre de carbohidratos y las ganas de dormir.</p>

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 Prepublicamos en exclusiva un extracto del libro ‘El español que enamoró al mundo. Una vida de Julio Iglesias’, de Ignacio Peyró  

Cruzado ya el umbral de los 80 años, Julio Iglesias puede sentarse a meditar sobre las raras providencias de una vida: ha parado un penalti a Di Stéfano, ha sido amigo de los Reagan y los Clinton, ha actuado para Mitterrand e intimado con Sarkozy, ha cantado con Parton o Sinatra y —entre otros honores más o menos verosímiles— cuenta con un día oficial en Miami, una estrella en Hollywood y hasta la ciudadanía de honor de Benidorm. En un golpe de comicidad involuntaria, una asociación de familias americanas llegó a nombrarle Padre del año cuando aún, por cierto, le quedaban cinco hijos que engendrar. Cruzado el umbral de los 80, en fin, se le supone, peldaño más, peldaño menos, entre los diez artistas más ricos del mundo y, allá con Madonna y Elton John, el que más discos ha vendido cuando, nota relevante, aún había que ir a comprarlos. Ha sido el español más conocido del siglo XX tras Dalí y Picasso y, por si este cursus honorum resultara parco, es además embajador del cocido de Lalín. En la última vuelta del camino, a Julio Iglesias la ironía posmoderna le ha regalado ya su forma suprema de inmortalidad: convertirlo en meme. Eso también significa, hélas, que para más de una generación ya no es una voz que les habla sino una presencia desactivada, asumida, como un paisaje de fondo. En el mejor de los casos —él mismo lo sabe—, su música pertenece al género de los placeres culpables: sus canciones suenan en el último pico alcohólico de la fiesta, poco antes de que se manifiesten la lujuria desesperada, el hambre de carbohidratos y las ganas de dormir.

Una ironía algo más llamativa es que Tangana o Rosalía hayan tenido ya la atención de bandadas de semiotas y críticos culturales mientras que, más allá del gesto de perdonarle la vida, Julio Iglesias no ha merecido ni el interés académico —tras vender 300 millones de discos— de los sociólogos. Puede pensarse que él ha tenido no poca culpa a la hora de llamar sobre sí este esnobeo. Producciones blandas. Versiones mal descongeladas de los clásicos. Una estética muy suya —colores crema, playas infinitas— y no siempre de fiar. Una vida bañada con gran contento en salsa rosa y una llegada tan global que, al limarle aristas, también le ha podido restar atractivo. Sus letras tienen más glucosa que complejidad, y su música, unas ambiciones que solo pueden calificarse de realistas. Al tiempo, profesionalizar un perfil de macho rijoso no es un rasgo que hoy —en plena reivindicación de una masculinidad tranquila a lo Perales— merezca mucho aplauso. Tampoco le ha ayudado a redimirse hacer negocios con Zaplana. Todo esto, sin contar con que —dicen— canta poco, compone menos, no toca nada y baila mal. He ahí culpas suficientes como para no haber logrado siquiera la absolución condescendiente con que, vía música chochi, hemos integrado con honores en el canon de lo aceptable a, qué sé yo, Raphael o Massiel. Y aun así tenerle antipatía a Julio Iglesias sería como sentir odio a los delfines, tal vez porque en el momento adecuado alguien pone Hey! y no hay nada que no se pueda perdonar.

Decir que hemos sido injustos con Julio Iglesias equivale a decir que la vida ha sido tacaña con Bill Gates, pero quizá haya que volver a mirarlo para purgar algún complejo de culpa cultural. Ojalá este libro ayude a eso. Hans Laguna afirma, con razón, que Iglesias ha sido la primera estrella pop verdaderamente global, pionero de lo que hoy llamamos marca personal y padre «o abuelo» de la actual música latina. Sí: supo cantar a la gente en su propio idioma —concretamente en catorce idiomas— y llegar el primero hasta a los chinos. Como producto nacional, iba a ser conocido en Estados Unidos antes que el jamón y a triunfar en un mercado —número uno en Inglaterra— donde incluso Felipe II se estrelló. Le tocó encarnar la hora de gloria y dinero de las discográficas. Y mientras los pecios de la Movida se han reciclado en consultores y los cantautores viven en casas idénticas a aquellas donde vivía la gente que odiaban a los 10 años, Julio lleva una vida entera de fidelidad gestual a sí mismo. Por lo demás, basta escuchar a algún triunfito huracanado para recordar que no es lo mismo tener voz que saber cantar. Y si ha sido un machito rozagante, no era mucho más sensible la prensa que lo llamaba «sex symbol de la menopausia» (Time) o describía a su público, incluso en medios progresistas, como «señoras más bien entradas en años y en kilos» a las que aportaba «excitación, sensualidad, calentura y melancolía». No hace falta sacar el corolario: sale solo.

Para explicarse un éxito de tanta apoteosis como el de Julio Iglesias, uno pensaría que la suficiencia no es la aproximación más justa. Ha sido, sin embargo, una y otra vez, la que hemos tenido con él. Así, a la hora de dilucidar los motivos de ese éxito, hemos recurrido a las marcas, a los mánagers, a los productores, a un momento de potencia en la industria musical o a la aparente necesidad geopolítica de que un latino triunfara en el mundo. Hemos recurrido a todo salvo, por lo general, a Julio Iglesias. Quizá sea porque con la razón cartesiana ese éxito resulta —en efecto— difícil de cuadrar. Julio Iglesias ha pasado por su tiempo sin ser hijo de su tiempo. Fue crooner a deshora. Cantó en la lengua incorrecta o, por lo menos, en una lengua inesperada. En años de compromiso político, ni los halcones más meticulosos del franquismo le detectaron ínfulas revolucionarias. En años de canción protesta, parecía demasiado conforme con el mundo —así lo señaló ABC— para protestar por nada. Ya podía prevalecer un cierto desaliño estético, que él rara vez perdonó los buenos trajes. Y ya podía estar en boga el moralismo de la canción de autor, que él no desdeñó las tibiezas de un romanticismo de blandura sin edad. Cuando el joven Iglesias viaja por Europa —entre 1965 y 1968—, el mundo puede estar cambiando, que Julio no va a cambiar con él: irrumpen Dylan y Cohen, la psicodelia y Van Morrison, Bowie y los Beatles y los Kinks, y él va a asistir con una indiferencia infinita a todo ello. A imagen de El Corte Inglés, Julio nunca ha tenido entre sus prioridades parecer contemporáneo. De aquí le han venido las miradas intelectuales por encima del hombro: Umbral escribe que Julio Iglesias es «el novio de derechas que todas las madres de derechas sueñan para sus niñas de derechas en un mundo […] de derechas». Pero quizá ahí también radicaban su irreductibilidad y su carácter: tal vez lo más ecuánime sea pensar que, a imagen de otras invenciones españolas —la paella, la sangría o el Quijote—, Julio Iglesias no debía funcionar, pero ha funcionado. Tenía que ser Juan Pardo, pero fue Julio Iglesias.

Julio es también uno de los pocos casos en los que alguien anuncia su ambición de ser una estrella total y llega a serlo. Aquí, de nuevo, podemos buscarle mil coartadas entre la coyuntura y la suerte. Siempre se ha intentado. Aparecer en el NODO cuando solo había el NODO. Beneficiarse de un momento en que el Régimen buscaba vender una imagen amable y una modernidad compatible. Aprovechar una circunstancia en que la conexión musical con Europa era cuestión de apuesta estética para los artistas, pero también de diplomacia pública para el aparato estatal. Coger el avión para hacer las Américas cuando otros pioneros ya habían desbrozado el terreno. Con el tiempo, Julio sería el elegido, en una época de dinero poderoso en la industria, para llegar a un público estadounidense tanto hispano como anglosajón y —antes y después de su éxito en América— cantar a la mesocracia de todos los países, en lo que va de Múnich a Manila. Las revistas del corazón también le iban a dar una familiaridad muy presente en nuestras vidas de diario. Pero, al igual que los astros, la coyuntura orienta, no determina. Y aunque Julio haya tenido suerte, puede pensarse que también en mala suerte tuvo ración extra: accidentes y enfermedades graves en la juventud, por ejemplo. Uno de sus primeros apoyos en el mundo del disco, Enrique Martín Garea, contó que, en última instancia, lo diferencial en Julio eran unas aplastantes ganas de triunfar, pero ¿no las tendrían también otros? Al final, solo el éxito se explica a sí mismo. Y en ese éxito lo único imprescindible era él. Y quizá las personas, empezando por su padre, que tanto le ayudaron a lograrlo supieron olfatear eso mismo: esa gracia infusa, ese carisma elusivo por el cual usted y yo entramos en un cuarto y parecemos un aparador y entra Julio Iglesias y se lleva las miradas y despierta las sonrisas.

Ya en el «arrabal de senectud» de los 80, quizá ahora Julio merezca afecto, sin embargo, precisamente por lo que tiene —como decíamos al principio— de paisaje de fondo. Hay una España que se deja leer a través de él. Nació en los años del hambre, fue hijo de un camisa vieja, triunfó en el momento de esperanza y desperezo del desarrollismo. Iba a evolucionar con tanta naturalidad —y con tanta gente en el país— que pudo hacer campaña por Aznar sin dejar de admirar públicamente a Felipe. En sus conciertos aún podían coincidir Baltasar Garzón y Ana Botella, y en sus visitas a España podía ver lo mismo a Fraga que a Pujol. Y, de alguna manera, ha sido junto al Real Madrid —jugó en sus juveniles—, la única expresión cultural de la derecha madrileña capaz de trascender en masa todas las clases. Julio Iglesias nos acompañó en la primera noche electoral, anunció el primer divorcio, se hizo fuerte en el globo en el mismo momento que una España que ya no necesitaba conquistar porque le bastaba con seducir. Hay algo en su declinar, por tanto, que coincide con el nuestro, y este libro quiere también ser un homenaje a aquella ligereza, a aquella alegría, a aquella inocencia. Es posible que con otros cantantes quisiéramos cambiar el mundo, pero con los años llegamos a preguntarnos si no era más honesto limitarse, como Iglesias, a hacer feliz a la gente en las bodas.

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