<p>El problema de los iconos es que, como las fieras con dientes largos, una vez que salen de jaula no hay forma de que vuelvan a entrar en ella sin que te coman las manos. Cuando hace cinco años se estrenó la película de <strong>Todd Phillips</strong>, el recibimiento fue a la vez tan entusiasta como perplejo. De un lado, los que celebraban el rigor de una propuesta que cosía todas las catástrofes del mundo en una metáfora autodestructiva y perfecta. Y del otro, los que, con las manos (las de antes) en la cabeza, avisaban de los riesgos de convertir el nihilismo loco, además de desaforado, en lo más <i>cool </i>desde que a alguien recuperó los calcetines blancos para las chanclas.</p>
La nueva entrega del carablanca ideado por Todd Philips y Joaquin Phoenix suma a Lady Gaga a un proyecto y se arriesga en una lectura de sí mismo apabullante
El problema de los iconos es que, como las fieras con dientes largos, una vez que salen de jaula no hay forma de que vuelvan a entrar en ella sin que te coman las manos. Cuando hace cinco años se estrenó la película de Todd Phillips, el recibimiento fue a la vez tan entusiasta como perplejo. De un lado, los que celebraban el rigor de una propuesta que cosía todas las catástrofes del mundo en una metáfora autodestructiva y perfecta. Y del otro, los que, con las manos (las de antes) en la cabeza, avisaban de los riesgos de convertir el nihilismo loco, además de desaforado, en lo más cool desde que a alguien recuperó los calcetines blancos para las chanclas.
Lo raro es que antes que el Joker de Joaquin Phoenix ya teníamos el de Heath Ledger en El caballero oscuro que, ese sí, era el Mal en estado puro, sin coartadas psicológicas y al que no le hacía falta ningún trauma infantil para hacer explotar cosas y barcos. Pero el que cuajó en todas las protestas multitudinarias, desde Hong Kong a Chile pasando por Beirut con parada en todas las proclamas de extrema derecha más o menos Incel y hasta en el procès nuestro de cada día, fue el carablanca de Phillips-Phoenix. Digamos que el hartazgo en abstracto o la bullanga anti-establishment adquirieron por fin su imagen, rostro y sus dientes largos.
Joker: Folie à deux, la segunda entrega recién presentada en Venecia, no es ni puede ser una continuación en sentido riguroso, aunque lo parezca, y tampoco una repetición de una fórmula porque, en sentido estricto, no hubo tal en el original. Digamos que todo el esfuerzo de la película consiste en abrazar, discutir y hasta negar todo aquello que pasó con la película fuera de la propia película, en el mundo. La bestia se les escapó y ahora, queda demostrado, cuesta reconducirla al redil. De hecho, más de uno se ha quedado sin manos.
La cinta no puede tener la fuerza de su precedente por la sencilla razón de que es imposible. En consecuencia, la idea es, como la evolución canónica de cualquier arte, superar el clasicismo, digámoslo así, mediante su sublimación barroca. Hay problemas y uno de ellos es que al guion le cuesta avanzar más allá de sus infinitos hallazgos visuales en una narración inane. Sin reventar más de lo imprescindible, los giros que hacen progresar a la historia pertenecen a la categoría de «porque sí» en un empleo riguroso del artículo 21 del estatuto del guionista: Ante la duda, que algo explote.
Sea como sea, el resultado es deslumbrante. Irregular, arbitrario, inexplicable por momentos, decíamos, pero admirable a su modo. Phillips, sin ser un autor en sentido genuino (no olvidemos que suya es Resacón en Las Vegas), hace lo imposible por alejarse de un tótem creado por él que amenaza con aplastarlo. O comérselo, por seguir con la alegoría zoológica del principio. Y, en correspondencia, piensa cada plano hasta la extenuación con la idea de alcanzar un equilibrio imposible entre la novedad, planteada siempre al límite, y la memoria de la cinta original grabada a fuego en la retina de todos, manifestantes con la cara pintada o no.
La película, por aquello de situarnos, arranca exactamente donde nos dejó Joker. Él está detenido y a la espera de juicio (sí, también es una película de juicios). Mientras, sus hazañas son ya mito, y su sonrisa, símbolo de lo punki en su sentido más mostrenco. «Algunos hombres no buscan cosas lógicas, como el dinero. No los puedes comprar, ni acosarlos, ni razonar o negociar con ellos. Algunos hombres todo lo que quieren es ver cómo arde el mundo», decía Alfred, el mayordomo de Bruce Wayne. Y ahí seguimos. Joker, Folie à deux vive toda ella en la cabeza partida en dos de su héroe; un héroe que conocerá por primera vez el amor. Pero, cuidado, el interés de su amante no puede ser para todo él: o se ama a Joker o a Arthur. En la confusión está, lo han adivinado, la tragedia.
No lo hemos dicho todavía y el propio director lo niega con (falsa) pasión, pero estamos ante un musical. Es decir, la referencia constante a la canción That’s entertaiment de la película Melodías de Broadway 1955 (Vincente Minnelli, 1953) es el estribillo de una historia que salta entre una realidad que, en puridad, no es tal y una fantasía que, quién sabe, quizá es lo más real de todo esto. El tema barroco por antonomasia del Teatro del Mundo regresa más actual que nunca a las calles de Gotham. Y de Valladolid también. Lo que quiere la película es desarrollar su argumento genuino sobre la doble personalidad de nuestro héroe y llevarlo hasta sus últimas consecuencias a un lado y otro del espejo. Sin tocarse los dos mundos. La esquizofrenia del personaje es, nos dice la cinta, la nuestra. De otro modo: la mentira ordena el mundo.
¿Quién cometió los cinco asesinatos (en verdad, seis contando a la madre): el niño desvalido, abusado desde la infancia, maltratado por la sociedad y abandonado por todos, o el adulto que no conoce otra fe que la destrucción? ¿Arthur Fleck o Joker? La pregunta no es menor. Apela a la responsabilidad, a la libertad, al compromiso y, apurando, a la igualdad (o falta de ella) en una sociedad que, a medida que se enroca en sus contradicciones, se queda sin aire ni pisos de alquiler. Todo eso compone la atmosfera de la película apuntando directamente a todos nosotros como fans, voluntaria o involuntariamente, del santo pirómano que no puede dejar de reír.
Por mucho que se vaya avisado al cine, cada canción (especialmente brillante el Ne me quitte pas al teléfono del payaso) deja con el hálito (que es como los poetas llaman al aliento) suspendido. El hecho de que la arlequina Harley Quinn amiga de los bastonazos corra a cuenta de Lady Gaga es muchas cosas y merece muchos epítetos pomposos, pero no es ni una casualidad ni una pomposa casualidad. ¿Quién iba a sospechar que la violencia, tan gráfica en las formas como abstracta en los fondos, de la primera entrega iba a sufrir semejante y entusiasmada subversión escénica? Por otro lado, y por aquello que decíamos antes de mantener las esencias, no conviene perder de vista que la fotografía crepuscular y ochentera de Lawrence Sher vuelve a estar ahí omnipresente según las enseñanzas del maestro Michael Chapman. Es decir, el responsable de Taxi Driver.
Sea como sea, gusta mucho que Joker, Folie à deux se presente como una película directamente contra los fans más cenutrios o acérrimos en su sentido más cenutrio. De repente, todos aquellos que tanto amaron a Joker como coartada de su jarana anti-establishment incel se van a quedar sin baile por las escaleras que imitar. Y eso entusiasma tanto como que la película de un personaje que es puro odio y horror está de algún modo diseñada para ser odiada. El Joker nos acaba de comer las manos.
Cultura