Kiko Amat: «Conseguir que un libro muy sexual resulte antierótico y triste tiene su complejidad, aunque un par de degenerados me dijeron que se habían puesto cachondos»

<p>Ya se sabe que, sobre todo durante ese periodo ingrato conocido como adolescencia, la masturbación masculina actúa como una palanca que activa mundos imaginarios llenos de posibilidades e irrigados por un anhelo carnal que nunca acaba de materializarse. Podría decirse que <strong>Kiko Amat</strong> (Sant Boi de Llobregat, 1971), que lleva más de dos décadas dando guerra desde las trincheras de Anagrama, ha llevado esta experiencia universal a su máxima expresión en <i>Dick o la tristeza del sexo</i>, a la venta el próximo 22 de enero. </p>

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 El novelista barcelonés hace de ‘Dick o la tristeza del sexo’ un jolgorio onanista que celebra la adolescencia como liberación  

Ya se sabe que, sobre todo durante ese periodo ingrato conocido como adolescencia, la masturbación masculina actúa como una palanca que activa mundos imaginarios llenos de posibilidades e irrigados por un anhelo carnal que nunca acaba de materializarse. Podría decirse que Kiko Amat (Sant Boi de Llobregat, 1971), que lleva más de dos décadas dando guerra desde las trincheras de Anagrama, ha llevado esta experiencia universal a su máxima expresión en Dick o la tristeza del sexo, a la venta el próximo 22 de enero.

El protagonista de su séptima novela responde al nombre de Franki Prats y es, cómo no, un adolescente de extrarradio que, para sobrellevar sus frustraciones, ha inventado un superdotado alter ego llamado Dick Loveman. Y Dick vive aventuras sexuales tan hiperbólicas como grotescas y extravagantes, traducidas en un lenguaje florido, hiper adjetivado, que contrasta con la seca violencia de su novela precedente, Revancha, protagonizada por un skin nazi que llevaba su homosexualidad en secreto.

Si estas dos últimas novelas son opuestas en estilo, comparten alto contenido en sexo explícito, no precisamente excitante, muy superior al de sus primeras obras. En su primera entrevista sobre Dick o la tristeza del sexo, el escritor de 54 años explica que todo es una cuestión de pudor: «Así como tuve que sobrellevar y aprender a vencer el pudor de hablar de mis raíces, aunque no me costó tanto. Me ha sido un poco más difícil perder el pudor necesario para hablar de verdad, con verdad, del despertar sexual de un joven abandonado. Sin que sea desde luego nada biográfico, de la misma manera que tampoco soy un skinhead nazi gay».

Amat explica que «la manera de hablar de Franki Prats y de Dick Loveman» puede verse como una mezcla de «un libro prohibido dieciochesco» mezclado con «las cartas de los lectores del Lib», aquella revista erótica barata que fue la primera compañera sentimental de muchos lectores masculinos en los años 80.Esa es la época en la que transcurre Dick o la tristeza del sexo, cuya prosa también está aderezada con citas de Psychopathia sexualis, el manual sobre toda clase de desviaciones publicado en 1886 por el psiquiatra alemán Richard von Krafft-Ebing.

La acción, porque esta es una novela con mucha acción, por no decir que es una novela de acción, vuelve a situarse en el Delta del Llobregat. Aunque Amat no reside en Sant Boi desde principios de los 90 -mili en Cartagena, cinco años en Londres y, desde entonces, en el centro de Barcelona-, siempre vuelve a casa a través de la ficción, «porque, es el territorio de mi infancia y juventud, cuando te pasan las cosas que te han dejado señales indelebles. Aunque tuve un mal final de infancia, como la mayoría de mis personajes, para mí la adolescencia, con todos sus desaires y traumas, fue exultante y de absoluta liberación. La juventud, en cambio, fue una caída. Franki Prats, aunque está sujeto a una serie de presiones terribles, ha empezado a liberarse con la llegada de la adolescencia».

Terribles son las presiones, en efecto. Para empezar. nadie le quiere. Ni su despampanante madre, por la que siente un edipo tan extremo como explícito, ni su progenitor, un pseudo-intelectual, que sólo tiene ojos para su perro y que personifica todo aquello que, para Amat, siempre ha sido anatema. Por ejemplo: «La académica ranciedad de los hombres de letras. A mí me gustan los escritores que no son violinistas, como decía Josep Pla, que no son afectados, ni solemnes. Mi principal actividad en todos estos años ha sido leer, pero siempre he escrito libros sin ninguna mención a otros libros. Pero quería que Prats fuese un ser libresco. De ahí que cite libros de alquimia, profetas bíblicos y hasta trozos de Nietzsche y Freud. Aunque el delirante mundo de Franki Prats también viene de los cómics y de haber leído cosas que, por edad, no tendría que haber leído ya que claramente ha entendido de ellos la mitad… Pero las referencias siempre aparecen de manera juguetona, para que el lector las disfrute, no como un mero ejercicio de estilo. Siempre he escrito en base a lo que me gustaría y a lo que no me gustaría ser. Lo explico en Los enemigos», dice Amat en referencia a su pequeño manual sobre «cómo sobrevivir al odio y aprovechar la enemistad».

«La gente no para de hablar de deseo, pero nadie te dice qué haces cuando nadie en el mundo te desea», añade el escritor para comentar las circunstancias que empujan a este adolescente dañado por acontecimientos traumáticos a cometer actos desesperados, como mantener «comercio sexual» con su can, algo que, según el autor, «no es tan raro en los pueblos». Para prevenir el rechazo que puedan generar tales desviaciones, estas vienen rociadas con generosas dosis de humor. «Yo siempre he utilizado una distancia irónica o directamente un humor estrepitoso para explicar ciertas cosas, y en este caso era como mucho más necesario que nunca. En Dick ocurren cosas que entiendo que puedan parecer aberrantes o muy tristes, pero creo que la patina entre ridícula y patética, que transmite tanto el lenguaje como la manera en que se ha escrito, hacen que el libro se lea de manera distinta. Los cimientos de la comicidad vienen de la tragedia, y yo provengo de una cultura obrera que siempre ha transformado la desdicha en un chascarrillo bien explicado para hacer reír a los amigos. Es una forma de curación. Al final es como una novela inglesa en la que no se han cerrado las puertas cuando se produce la cópula. Y, además, esta resulta ser un completo desastre».

Al vuelo de estas 384 audaces y veloces páginas, al lector podrán sobrevenirle clásicas imágenes literarias como Alexander Portnoy masturbándose encerrado en el baño con las bragas de su hermana o Arturo Bandini en el armario ropero en compañía de mujeres recortadas de las revistas a las que pone nombre como si fuesen sus novias. Pero damos fe de que nunca había pasado ante nuestros ojos una novela que fuese tan a fondo en las espinosas cuestiones ya mentadas. Amat defiende que no lo mueve ningún afán provocador: «Ese adjetivo me da repelús. Lo que yo hago es explicar una verdad. En este caso, la verdad más o menos patética y desagradable de la educación de un adolescente. No es algo premeditado, la narrativa surge del subconsciente o, dicho de una manera más hippie, de la quinta dimensión».

Podríamos incluso hablar de una literatura visceral, que surge de las entrañas por necesidad. Pero, para el lector, Amat es sobre todo un escritor fiable, un artesano con mucho oficio, cosa que puede parecer denostadora, aunque es justo lo contrario. Sus novelas son sólidas, fluyen, se preocupan por mantener agarrado al lector, y también son divertidas. «No me gusta nada el sello de libro de humor, porque creo que se pone para señalar que se trata de un libro de menor ambición. Y mi libro, en ese sentido, no es un libro de humor. Yo he querido querido escribir una novela de iniciación como nunca antes se había escrito. Creo que este libro es antierótico, inmoral y no es de este siglo». Y para conseguir eso, «como dicen mis maestros, Harry Crews y Flannery O’Connor, ‘you have to sit there’. Tienes que estar ahí sentado todo el rato. No ocasionalmente, no una tarde lluviosa de domingo, sino todo el rato, porque conseguir que un libro muy sexual resulte antierótico y triste tiene su complejidad.Aaunque un par de degenerados me dijeron que se habían puesto cachondos». Amat escribe cinco horas al día, compaginando esta disciplina de samurai con otros trabajos más o menos alimenticios, y así ha logrado levantar, tocho a tocho, una obra de la que puede sentirse orgulloso.

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