<p>El artista <strong>Pedro G. Romero</strong> ha sido galardonado con el <strong>Premio Nacional de Artes Plásticas</strong>, a propuesta del jurado reunido hoy. El premio, concedido por el Ministerio de Cultura, está dotado con <strong>30.000 euros</strong>.</p>
El Ministerio de Cultura ha premiado al artista onubense «por una trayectoria consolidada» que ha «abierto nuevos campos en las prácticas artísticas»
El proyecto del artista onubense Pedro G. Romero (1964) no acaba nunca. A lo mejor tampoco es un proyecto, sino una manera de posicionarse en el mundo, de explorar por zonas poco alumbradas, de manifestar un activismo en favor lo que está fuera de sitio. A Pedro G. Romero le han concedido el Premio Nacional de Artes Plásticas 2024, convocado por el Ministerio de Cultura y dotado con 30.000 euros. Y es un gesto valiente. Entiende el arte tan de otro modo que no es fácil saber lo que busca, pero asombra en lo que encuentra. Hurga en los pliegues de la pintura, el documento, el cine (Nueve Sevillas o 7 Jereles), el flamenco, el ensayo (Wittgenstein, los gitanos y los flamencos)… Y lo hace con una naturalidad de hombre solo en su planeta. Y pone el foco en la cultura popular. Sea lo que sea la cultura popular, que quizá es exactamente aquello que importa.
Pedro G. Romero está detrás de los vértigos asumidos por cantaoras y cantaores como Rocío Márquez o Niño de Elche (el más flamenco de los ex flamencos). Por bailaores y bailaoras como Israel Galván y Rocío Molina. También cerca de Silvia Pérez Cruz. También cerca de Rosalía. El mal querer tiene ecos de la novela Flamenca, que el gurú sugirió a la artista catalana. Una pieza occitana del siglo XIII. Porqué no decir que Romero es uno de los creadores más insólitos de lo insólito. Y un centro de alto rendimiento de lo traspapelado.
En el Museo Reina Sofía, en la Bienal de Venecia, en la Documenta de Kasel en Atenas, en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba)… Pedro G. Romero es una aventura insólita que camina en múltiples direcciones. De todas sus búsquedas, la del Archivo F.X., antes de que la memoria histórica fuese un concepto colectivo, revanchista, necesario, de guerrilla o de decencia moral (depende a quien se pregunte), él ya había puesto en marcha un proceso pionero (era 1999). El ajuar acumula imágenes de la destrucción de templos y espacios religiosos entre 1845 y 1945. O la documentación de las checas. O la exploración de las ráfagas vanguardistas en lugares donde nadie esperaba.
A lo que otros consideran desconcierto él lo llama atención. La expedición de Pedro G. Romero parece hecha de fragmentos, de obsesiones por lo caducado, de inmersiones en apnea por los baúles de la historia. Pero en verdad es una representación de lo postmoderno. La manera de representar las fallas de la hiperconectividad, de la cultura ultraprocesada, de la ansiedad colectiva, del autoritarismo del algoritmo. El jurado de esta edición justifica así el premio al artista onubense: «Logra atender, rescatar y reinsertar en nuestra esfera pública la cultura popular en sus expresiones más ingobernables, investigando de manera genealógica las manifestaciones estéticas y simbólicas de aquellas comunidades a las que se les hurtó o no se les reconoció un espacio de representación. Sus metodologías han abierto nuevos campos en las prácticas artísticas más allá de la crítica institucional».
Es un tipo sometido a la descarga de mil intereses, de mil inquietudes. El discurso artístico de Pedro G. Romero es del linaje del desafío. Porque el arte bien puede ser cualquier cosa: de una sala de museo a un tabanco. Un empeño noble, idealista y absurdo por entender la realidad de mil maneras. La sencilla realidad de nacer, de morir, de sacar punta a lo que ocurre en el medio.
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