<p>Revisar mitos se antoja una labor parecida a desmontar y volver a montar un reloj. Al final, acaban por sobrar piezas, la corona no ajusta, el tren de engranajes falla y la cuerda acaba por romperse. Hablamos, claro, de los mitos analógicos. <i><strong>Emmanuelle</strong></i> es un mito, pero no uno cualquiera. Además de mito perfectamente analógico, la película de Just Jaeckin estrenada en 1974 con Sylvia Kristel de protagonista y que tantos viajes promovió en la frontera con Francia (en España no se estrenó hasta 1978) fue y es aún un mito erótico contradictorio. Habla de liberación del deseo, pero es el cuerpo de la mujer, que no el del hombre, el manoseado como simple objeto para el disfrute; <strong>todo en él es frenesí y libertinaje, pero cada imagen y cada postura responden a los códigos más rancios de representación de lo burgués;</strong> desde el cartel de la propia película el personaje que nos contempla desde la altura de la silla de mimbre incita con la mirada a la vez que su cruce de piernas prohíbe cualquier desliz. Y así.</p>
Audrey Diwan inaugura el Festival de San Sebastián con un artificial y pomposo ejercicio de cine empeñado en desmontar y volver a montar la fantasía erótica de los 70 desde la perspectiva de la mujer
Revisar mitos se antoja una labor parecida a desmontar y volver a montar un reloj. Al final, acaban por sobrar piezas, la corona no ajusta, el tren de engranajes falla y la cuerda acaba por romperse. Hablamos, claro, de los mitos analógicos. Emmanuelle es un mito, pero no uno cualquiera. Además de mito perfectamente analógico, la película de Just Jaeckin estrenada en 1974 con Sylvia Kristel de protagonista y que tantos viajes promovió en la frontera con Francia (en España no se estrenó hasta 1978) fue y es aún un mito erótico contradictorio. Habla de liberación del deseo, pero es el cuerpo de la mujer, que no el del hombre, el manoseado como simple objeto para el disfrute; todo en él es frenesí y libertinaje, pero cada imagen y cada postura responden a los códigos más rancios de representación de lo burgués; desde el cartel de la propia película el personaje que nos contempla desde la altura de la silla de mimbre incita con la mirada a la vez que su cruce de piernas prohíbe cualquier desliz. Y así.
Audrey Diwan, directora antes de la dura y magistral El acontecimiento, toma en sus manos el mito y, en sus propias palabras, anuncia «una exploración del placer en la era post Me Too». Se trata por tanto de dar la vuelta a todo y de que las agujas del reloj marquen las horas del revés. O, mejor, hacia adelante. Era antes cuando el giro iba mal. Donde la mirada masculina lo determinaba todo con la cámara babeando encuadres sobre la piel desnuda de la mujer, ahora se trata de tomar las riendas y hacer que sean las sensaciones y la búsqueda del placer de ella las que guíen y den sentido a la historia. Digamos que sobre el papel pocos empeños tan arriesgados, provocadores y hasta necesarios.
Pero el reloj que tuvo a bien inaugurar de forma puntual el Festival de San Sebastián, desgraciadamente, no va. O va a tirones, que es una forma torpe de ir. La actriz Noemi Merlant, que vimos antes en Un año, una noche y en TAR, es la encargada de tomar el relevo de Kristel. Ahora no se trata de una joven de 21 años usada como un elemento más en la valija diplomática de un embajador rijoso, sino de una mujer plenamente consciente de su cuerpo, de su deseo y de sí. El relato en el que se basaba la película original y que venía firmado con el seudónimo de Emmanuelle Arsan discurría entre el exotismo soft de una Tailandia de folleto de agencia de viajes (no necesariamente cara, por cierto). Ahora, todo sucede en el interior de un hotel de lujo en Hong Kong con todos sus gadgets para ricos de revista: mucho spa relajante y mucho cocinero estresado. Ahora, ella no es la mujer de nadie. Ella es una directiva de la cadena de los hoteles de marras cuyo trabajo consiste en examinar la calidad del servicio. Es decir, tiene un buen empleo o, como dice mi madre inocentemente, está bien colocada.
Y así hasta que la nueva Emmanuelle dé con un misterioso ingeniero (¿o era él también ejecutivo?) muy rico, muy raro y muy impotente. Será entonces cuando las cosas empiecen a complicarse, pero no en la trama (que la verdad, no queda claro si va o viene) sino en una puesta escena abigarrada, pomposa, siempre entre sombras y con una declarada intención de decir sin decir del todo. «No está permitido, pero está consentido» es el pedestre ritornello que parece explicarlo todo. O no.
En cualquier caso, aquí lo que importa, como no podía ser de otro modo, es el sexo. Y por sexo entendemos lo mismo que, por ejemplo, Freud. Es decir, todo: el origen de la personalidad y la causa última de la mayoría de nuestras neurosis. En un arranque de originalidad decía Foucault que tiempo atrás el sexo no interesaba tanto y que fue la religión católica la que, interesada por la fiscalización de los actos, vio en el sexo un material muy útil para la vergüenza, el pecado y el dominio de las almas y los cuerpos. Pero esto es otro asunto.
Lo que cuenta, decíamos, es la eliminación de eso que el tiempo (y Laura Mulvey) dio en llamar mirada masculina. Y aquí, Diwan se esfuerza y logra mirar de otro modo. Las escenas de sexo son rescatadas para la mirada de todos desde la pasión y el placer de su dueña y, de este modo, sobre la pantalla se impone una especie de reconciliación, de avenencia con el mito, con el mito de Emmanuelle y con la vergüenza de un tiempo pasado que, definitivamente, fue anterior y bastante peor. El problema es que a esa búsqueda de armonía y, digamos, organicidad entre la escenas de sexo y la propia narración tampoco interesa tanto cuando el relato literalmente se deshace como los relojes líquidos de Dalí. Sí, se trata de reproducir los tópicos de la Emmanuelle de siempre para demostrar su inconsistencia, para denunciar su impostura, pero ¿no estaba ya eso claro? Más allá de las sobrelecturas y sobreanálisis, lo que queda es una película premiosa, desenfocada y, lo peor, aburrida. Sobran piezas y no dan para otro reloj.
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