La semana que viene te querré para siempre

<p class=»ue-c-article__paragraph»>Resulta que las fábulas y los expertos de hace una década estaban equivocados. Nos habían dicho que los oficios creativos iban a ser el último bastión de la humanidad, que los <i>cyborgs</i> cortocircuitarían al leer un poema. Pues bien, hasta los más radicales defensores del castellano como pilar central de nuestra identidad no tienen problema en pedirle a un <i>software </i>californiano que escriba por ellos.</p>

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 El testimonio autobiográfico puede brotar en perfecta convivencia con el absurdo, a veces en la misma oración: «Cuando yo nací empezó a nevar.»  

Resulta que las fábulas y los expertos de hace una década estaban equivocados. Nos habían dicho que los oficios creativos iban a ser el último bastión de la humanidad, que los cyborgs cortocircuitarían al leer un poema. Pues bien, hasta los más radicales defensores del castellano como pilar central de nuestra identidad no tienen problema en pedirle a un software californiano que escriba por ellos.

Y todos, desde los académicos hasta los trols, aceptamos que toda nuestra herencia cultural pueda caber en el depósito de una manga pastelera, porque ahora podemos dibujar un corazón sobre una tarta y decir que la hemos cocinado nosotros. Digamos que, en la guerra por la prevalencia y evolución de nuestro arte estamos dispuestos a entregar las armas cuanto antes cambio de poder disfrutar de una actualización apocalíptica de El Rincón del Vago.

No seamos tremendistas. Si la expresión artística fuese consecuencia del conocimiento acumulado y el grado de inteligencia de nuestra especie estaríamos condenados. Pero de ser así, cada movimiento artístico habría hecho obsoleto al anterior, como si fuesen generaciones de neumáticos, y las novelas cada vez serían más agudas, como los telescopios. La creación artística también es producto de motores estrictamente humanos como el abandono y la pobreza.

«Abrazo mi almohada por las noches y quiero que me toque la lotería», leo en las páginas de Un diamante en la basura, una selección de textos de estudiantes de primaria del colegio del barrio de La Ventilla, uno de los más desfavorecidos de Madrid. Ana Molina Hita, su profesora, especialista en Educación Artística, puso en práctica un ejercicio literario voluntario, una libre asociación de ideas tomando como punto de partida la micropoética de los artistas Miguel Nogueral y Jonathan Millán, que habían publicado por aquel entonces el legendario libro Hervir un oso. Para sorpresa de Ana Molina, el testimonio autobiográfico brotó en perfecta convivencia con el absurdo, a veces en la misma oración: «Cuando yo nací empezó a nevar.»

Aceptamos que los niños puedan ser intérpretes, pero no autores. Por eso reservamos el término «literatura infantil» a un género practicado por adultos. Por eso las recopilaciones de textos escritos en edad escolar tienen coartada humorística. Pero el misterio que tiembla cuando leemos «nadie se acuerda de su nacimiento, ni yo» no tiene nada que ver con el humor o la condescendencia, sino con el reconocimiento de algo desaprendido e inalcanzable para todos los que perdemos el tiempo midiendo inteligencias.

«Cuando me cambié de padre no lloré».

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