<p>Las listas se inventaron para que <i>Ladykillers </i>figurara en ellas. Desde que alguien tuvo la feliz idea de ordenar cosas de mejor a peor o al revés, rara es la enumeración en la que no aparezca la película de los Coen de 2004 protagonizada por<strong> Tom Hanks</strong>. Que si las comedias del nuevo milenio, que si la filmografía de sus directores, que si las actuaciones de su actor principal, que si los guiones que jamás debieron filmarse, que si… <i><strong>Ladykillers </strong></i><strong>siempre está ahí</strong>. Y siempre lo estuvo. Y, mucho nos tememos, siempre lo estará. Y siempre ocupando la primera o la última plaza (según sea la escala descendente o ascendente) condecorada como lo peor, como lo último, como aquello para lo que Lovecraft no encontraba palabras «porque <strong>era un compuesto de todo lo impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable</strong>».</p>
El plagio de los hermanos a una de las producciones más célebres de la productora británica Ealing se saldó con una de las comedias más inexplicables de la historia
Las listas se inventaron para que Ladykillers figurara en ellas. Desde que alguien tuvo la feliz idea de ordenar cosas de mejor a peor o al revés, rara es la enumeración en la que no aparezca la película de los Coen de 2004 protagonizada por Tom Hanks. Que si las comedias del nuevo milenio, que si la filmografía de sus directores, que si las actuaciones de su actor principal, que si los guiones que jamás debieron filmarse, que si… Ladykillers siempre está ahí. Y siempre lo estuvo. Y, mucho nos tememos, siempre lo estará. Y siempre ocupando la primera o la última plaza (según sea la escala descendente o ascendente) condecorada como lo peor, como lo último, como aquello para lo que Lovecraft no encontraba palabras «porque era un compuesto de todo lo impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable«.
Puede parecer exagerado, pero, en verdad, es sencillamente inexplicable. ¿Qué pasó para que los cineastas más inteligentes, más copiados y más brillantes a la hora de revisar y reformular las claves de los géneros cinematográficos acabaran por parecerse a sus peores imitadores? En un principio, la estrategia de la película se antojaba impecable. O, cuanto menos, en nada distinta a algunas de sus más celebradas obras maestras. Los Coen venían de rodar Crueldad intolerable que, en puridad, no es de sus mejores trabajos. Ladykillers retomaba a su modo (o esa era la intención) el hacer irreverente, desquiciado y algo borrachín de las comedias de la Ealing para reconvertir uno de sus clásicos firmado por Alexander Mackendrick, El quinteto de la muerte, en un arriesgado ejercicio de puesta en escena entre el cine de atracos perfectos y la comedia negra, todo barnizado con los modos perezosamente optimistas, trascendentales y muy vitalistas del sur, de cualquier sur imaginable. Recuérdese que justo antes de Crueldad…, los Coen venían de encadenar Fargo, El gran Lebowski, O Brother! y El hombre que nunca estuvo allí o, si prefiere, una obra maestra, otra obra maestra, una tercera obra maestra y una película injustamente ninguneada en su momento y ahora mismo, con la labor del tamiz del tiempo, una cuarta obra maestra.
Entonces, ¿qué pasó? Desde muy el principio, algo no cuadra. A un lado la presentación no especialmente brillante de la protagonista -una fanática del gospel que odia el hip hop y a la que da vida con exagerada incontinencia Irma P. Hall-, la entrada en escena de Tom Hanks con una dentadura postiza y su verborrea florida antes que a la carcajada a lo que realmente mueve es a la perplejidad. ¿De dónde sale este erudito renacentista que ha terminado sus días como ladrón mientras recita a Poe? ¿Quién le aconsejó a Hanks recitar de modo tan escrupulosamente plano sus largas peroratas rumbo a ninguna parte? Si por algo se distingue la filmografía de los Coen es, ya se ha dicho, por su habilidad para encontrar las grietas del absurdo en las viejas y asentadas estructuras de pensar y hacer cine. Pero siempre desde una sabiduría que nada tiene que ver ni con el desdén ni con el simple desprecio.
La idea de nuestros esforzados héroes de Ladykillers es hacer un túnel desde el sótano de la casa de la anciana hasta la caja de caudales del casino. Eso, como sabemos por todas las películas vistas sobre el asunto, exige una banda de malhechores y una historia detrás de esa banda. Ladykillers directamente se salta ese paso. Cada uno de los malvados aparece de la nada convocados por, atentos, un anuncio en el periódico. En cualquier asociación de guionistas semejante atropello habría merecido, como poco, un hashtag. Y así hasta llegar al momento siempre crucial de cualquier plan largamente elaborado que la película resuelve con un diagrama con dos cuadrados pintados unidos por una línea: casa-túnel-dinero. ¿Vagancia? ¿Falta de presupuesto? ¿Chiste? La perplejidad crece.
Si seguimos obviando cosas como el dibujo a brocha gorda de los personajes, lo realmente llamativo es lo poco que importa la suerte que puedan correr. Y eso, ya sí, es pecado mortal. Hasta la fecha y posteriormente, todos los tipos humanos imaginados por los Coen si por algo han destacado y destacan es por lo que podíamos llamar su muy humana torpeza. Son absurdos, hacen cosas absurdas y habitan un mundo inexorablemente absurdo y, por supuesto, cada paso que dan les conduce a un abismo de absurdidad. Pero, precisamente por eso, por su fanatismo en la derrota, se colocan siempre del lado de un espectador humano demasiado humano. Ellos somos nosotros con el Nota (Dude) Lebowski a la cabeza. Su ambición es nuestra inapetencia. Y al revés. Lo curioso es que ninguno de los oficiantes de Ladykillers provoca nada que no sea indiferencia. Ni siquiera la indomesticable anciana empeñada en dejar su fortuna (por accidente) a una universidad racista logra algo ni siquiera parecido a la fiera solidaridad que lograba la terriblemente adorable Kate Johnson en la cinta original de 1955.
Y luego están los chistes. ¿Chistes? El gran momento del personaje experto en explosivos de J.K. Simmons es cuando se hace caca (sí, caca de caca, culo, pedo, pis) por culpa del colon irritable; Marlon Wayans encarna al negro permanentemente cabreado y eleva el estereotipo a la categoría de pesadilla, y Tzi Ma es el oriental expeditivo de pocas palabras del que jamás puede prescindir un sainete que aspire a ser un poco (solo un poco) racista. ¿Y qué decir del largo número musical en la iglesia a la mayor gloria de sabe dios qué dios? Sin que tenga nada que ver con la narración, empieza la canción y, todo seguido, hasta el final. Amén. La única pregunta posible es: ¿por qué los Coen imitan tan mal a los Coen?
Quizá la clave esté aquí. Puestos a entender algo, tal vez, la idea de los Coen no era otra que bloquear la posibilidad de que nadie hiciera con su obra lo que ellos estaban haciendo con la de Mackendrick. Algo así como una posparodia, o metaparodia. Eso o, simplemente, los Coen querían dejar claro que toda lista, sea de lo que sea y vaya en el orden que vaya, debe empezar y acabar en ellos.
Cultura