Maria, La Callas y la canción triste de una resucitada Angelina Jolie (***)

<p>Pasolini, que la hizo debutar en el cine (fue su única película) en <i>Medea</i>, le dedicó un poema que decía: <i>Trayendo contigo ese olor de ultratumba,/ cantas arias compuestas por Verdi que se han vuelto rojas como la sangre/ y la experiencia de ello (sin pronunciar palabra alguna)/ enseña dulzura, pura dulzura.</i> Algo no solo del espíritu, sino de la misma letra de estos versos está en <i>Maria</i>, la película con la que Pablo Larraín cierra su trilogía trágica de mujeres trágicas del muy trágico siglo XX. Como el propio director comentó en la presentación de la cinta, Maria Callas, de ella hablamos, se pasó toda una vida cantando óperas donde irremediablemente moría sobre el escenario. Se diría que tanto drama representado al otro lado del telón tenía por fuerza que sangrar sobre la piel de la misma vida, la real. Y así lo cuentan sus biografías siempre pendientes de los abismos que la diva hacía brotar a su paso. Digamos que el esfuerzo de Larraín, en parte, consiste en alejarse lo más posible de esa oscuridad compartida, y hasta cierto punto obvia, para acercarse a otro lugar no más luminoso, pero sí <strong>más cálido, más habitable, más, como diría Pasolini, dulce.</strong></p>

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 Pablo Larraín completa su trilogía dedicada a las grandes figuras femeninas del siglo XX con un retrato tan intenso, delicado y dolido como profundamente estático sostenido por el brillante trabajo de su protagonista  

Pasolini, que la hizo debutar en el cine (fue su única película) en Medea, le dedicó un poema que decía: Trayendo contigo ese olor de ultratumba,/ cantas arias compuestas por Verdi que se han vuelto rojas como la sangre/ y la experiencia de ello (sin pronunciar palabra alguna)/ enseña dulzura, pura dulzura. Algo no solo del espíritu, sino de la misma letra de estos versos está en Maria, la película con la que Pablo Larraín cierra su trilogía trágica de mujeres trágicas del muy trágico siglo XX. Como el propio director comentó en la presentación de la cinta, Maria Callas, de ella hablamos, se pasó toda una vida cantando óperas donde irremediablemente moría sobre el escenario. Se diría que tanto drama representado al otro lado del telón tenía por fuerza que sangrar sobre la piel de la misma vida, la real. Y así lo cuentan sus biografías siempre pendientes de los abismos que la diva hacía brotar a su paso. Digamos que el esfuerzo de Larraín, en parte, consiste en alejarse lo más posible de esa oscuridad compartida, y hasta cierto punto obvia, para acercarse a otro lugar no más luminoso, pero sí más cálido, más habitable, más, como diría Pasolini, dulce.

Maria continúa el trayecto de los dos trabajos anteriores de los que, a su manera, éste es una réplica, pero mucho más intensa. Y eso gusta y, por momentos, entusiasma. La ópera provoca ese efecto: traslada la cotidianidad a un escenario tan exageradamente irreal, tan provocadoramente falso, tan esquemático y hasta ridículo en su razonamiento, que no queda otra que rendirse. De repente, todo cobra sentido y la vida por fin alcanza a ser algo digno en sus brillos y oropeles de mentira, en sus gestos desmesurados y en su pasión infinita. De hecho, esos esfuerzos que de vez en cuando se ensayan de naturalizar la puesta en escena operística tienen mucho de crimen de la calle de Bordadores. Pero más allá de las hipnóticas hipérboles del género, la estructura de la trilogía entera es la misma. Lo que cambia, y a peor, es el diapasón a cuyo ritmo avanza el relato.

Maria se antoja desesperantemente estática. Larraín y el guionista Steven Knight (el mismo de Spencer) reconstruyen los últimos días de la diva recluida en su casa de París. Desde ahí, el guion traza líneas con el pasado, pero siempre pendiente de no tropezarse con las torpezas del relato biográfico, del biopic al uso. Deslumbrante el trabajo de fotografía de Edward Lachman en su tratamiento de las texturas y del mismo alma del tiempo y de determinadas imágenes elevadas a la categoría de tótem. Por lo demás, no importan tanto los hechos concretos, como la emoción del instante. En un trabajo delicadísimo y muy fino, Angelina Jolie -que desde 2008, con El intercambio, no hacía un papel que no fuera una estupidez- acopla su voz natural y virgen de canto alguno con las grabaciones históricas de la diva. Y ahí, la cinta se recrea una y otra vez con una reverencia no tanto excesiva como solo reiterativa. De hecho, Maria se detiene en su propio hallazgo sonoro, llamémoslo así, y, para desesperación de casi todos, ahí se queda a vivir.

Cuenta Angelina Jolie que le llevó una preparación de más de siete meses aprender a cantar. O, por lo menos, a interpretar o fingir que lo hace. «Jamás he cantado. Estaba muy preocupada en no defraudar a los fans de ella y a los aficionados a la ópera», dijo en la presentación a los medios para sorpresa de los que ya estaban dispuestos a pedirle un bis justo después de la proyección. Y de la pregunta del millón, sobre cuánto de Callas -por las exigencias de la celebridad, la fama y los fans- hay en ella misma, se mostró más bien misteriosa. O no tanto. «Bueno, hay muchas cosas que no diré en esta sala, que probablemente ya saben o asumen», dijo. Y añadió: «En un mundo tan duro y competitivo como el que ella habitaba, era muy complicado ser tan abierta emocionalmente como lo era ella… Digamos que me siento tan vulnerable como ella».

Y, en efecto, lo vulnerabilidad sigue en el centro. Como en Jackie (2016), la protagonista vaga atravesada por el duelo y perdida en el laberinto de una vida, de repente, desnortada. La viuda de Kennedy acaba de sobrevivir el asesinato de su marido, mientras la Callas intenta mantenerse en pie ante el naufragio de una voz que se evapora, de un marido que ya no está y de una fama que son solo cenizas del pasado. Como en Spencer (2021), nuestra heroína vive enclaustrada ante la evidencia de un mundo que no la entiende, que la ha abandonado. En soledad, Diana decidía dejar a su marido y príncipe para ensayar a ser otra persona. La Callas, en equilibrada correspondencia, se esfuerza ahora en reconstruirse por dentro para intentar ser alguien que, sin su don, ya no puede seguir siendo. Ahora, ya se ha dicho, todo es más intenso. Bien. Ahora, ya se ha dicho, la narración se niega a moverse del sitio. Mal.

Onassis, la pareja que la abandonó por precisamente la Jackie de antes, decía que al final de su vida su talento era como «un pájaro que había muerto en su garganta». Y Pasolini le replicaba diciendo que ella, en verdad, siempre fue «un pajarito con la poderosa voz de un águila; un águila temblorosa». Dulzura, pura dulzura.

Por lo demás, el argentino Luis Ortega sorprendió en la sección oficial con un nuevo retrato de la marginalidad iluminada, de los personajes ajenos a todo, incluso a sí mismo. El Jockey, así se titula el nuevo trabajo del director de El ángel, conserva intacto el gusto por el desconcierto y el placer por el extravío que anunciaba en la película anterior. Pero mucho más radical. Se cuenta la historia de un jinete legendario que renace como mujer tras arruinarlo todo por su pasión autodestructiva el día de la carrea más importante de su vida

Ortega ordena sus piezas desde un muy profundo sentido del caos. El drama, la intriga, la comedia y el simple placer de ver correr a un caballo se dan la mano en una película que se niega a sí misma a cada paso que da. La cinta reflexiona sobre la identidad, pero también sobre la fatalidad; sobre mafiosos que cuidan niños regordetes, pero también de jockeys que bailan tecno. Y en medio, dos actores entregados: Nahuel Pérez Biscayart, en su línea perfectamente abrumadora, y Úrsula Corberó, a años luz del Tokio de La casa de papel, se dan la réplica uno a otro en un ejercicio de funambulismo interpretativo completamente desintoxicado de prejuicios. Pocas voces como la de Ortega tan identificable, libre y completamente imprevisible. Quedamos a la espera.

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