Muere Manolo Gúlliver, un gigante en el país de los libros viejos

<p>Por su nombre de pila, Manuel Domínguez, lo conocían pocos, pero no hay un solo librero de viejo en España ni amante de los libros viejos a quien el nombre de<strong> Manolo Gúlliver </strong>(con acento esdrújulo) le fuera desconocido. Y no solo porque había sido unos años presidente de la Feria de Recoletos de libros viejos y de lance. No solo. Irradiaba personalidad por los cuatro costados, a un tiempo serio y guasón.</p>

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 El librero de la calle del León de Madrid, un superviviente eterno de la bibliofilia, fue una figura barojiana, generosa y entregada al arte.  

Por su nombre de pila, Manuel Domínguez, lo conocían pocos, pero no hay un solo librero de viejo en España ni amante de los libros viejos a quien el nombre de Manolo Gúlliver (con acento esdrújulo) le fuera desconocido. Y no solo porque había sido unos años presidente de la Feria de Recoletos de libros viejos y de lance. No solo. Irradiaba personalidad por los cuatro costados, a un tiempo serio y guasón.

Cuarenta años de amistad me dan derecho a decir que ha sido uno de los hombres de alma más pura que he conocido. Las borrascas que lo azotaban periódicamente (borrascas de todo tipo, afectivas, comerciales, intelectuales), unas veces lo volvían taciturno y melancólico o podían, otras, encebollarlo un poco (un verbo que le gustaba mucho: tenía un habla alcarreña expresivísima y divertida), pero esas grandes tormentas que de vez en cuando agitaban su alma profunda, digo, jamás la enturbiaron: tenía un fondo limpio y cristalino, como los ríos de montaña. Cantarín como ellos. Con pocos amigos se ha reído uno tanto y tan bien.

Acaba de morir en Madrid. Pasaba dos o tres años de los 70. Llevaba unos cuantos acostumbrado a las cornadas de la salud, pero esta vez la enfermedad no lo dejó salida.

Manolo Gúlliver.A.T.

Quien haya pasado alguna vez por la calle del León del Barrio de las Letras de Madrid se habrá fijado en su pequeña librería de viejo: frontal Bauhaus, rótulo de letras clásicas y un escaparate dispuesto de una manera significativa. Había libros en él, desde luego (los hay, sigue y seguirá abierta en manos de sus hijos Jonás y Juan), pero había en ese puñado de libros y objetos algo más: era su alma al desnudo, una declaración al transeúnte, un «detén tu paso; este que ves aquí soy yo». Él mismo los escogía: alguna edición curiosa de Swift, de quien había tomado el nombre de la librería y a la postre el suyo propio; el ejemplar de un vanguardista ruso ilustrado por Maroto antes de la guerra (Isaac Babel, por ejemplo) o la plaquette de algún poeta secreto. Y su toque personal, único, como un guiño: la estampa de algún amigo pintor…

Adoraba la pintura más que nada. Ha sido amigo de toda una generación de pintores (la de los 80, figurativa, pero no fanática), a los que ayudó desde sus comienzos, en la medida de sus fatigadas economías, cuanto pudo. Dé fe de ello Álvaro Villacieros y díganlo Javier Pagola, Carlos García-Alix, Dis Berlín, Damián Flores, César Fernandez Arias, Miguel Galano, Sergio Sanz y tantos otros… Mantuvo con ellos, y ellos con él, ese tipo de fraternidad indestructible que se fragua en los inicios adversos. Esa amistad la tuvo también con algunos escritores, con Abelardo Linares (que lo encaminó en el oficio de librero, allá en sus comienzos sevillanos), Juan Manuel Bonet, Luis Alberto de Cuenca, Sánchez-Ostiz, Juan Bonilla, un servidor…

La fachada de Gúlliver, tras la muerte de su fundador.A. T.

Aunque su inseguridad en el negocio era conocida (unas como tribulaciones suyas bastante divertidas vistas desde fuera para atinar con el precio de las cosas y que le llevaban a creer que compraba por encima de su valor y vendía a desprecio), pese a esas vacilaciones, digo, era un hombre firmemente espiritual. Como buen ácrata despreciaba el dinero y la política y solo valoraba el talento literario o artístico.

Se ve en su librería (de viejo, no anticuaria; es necesario subrayar este detalle). Allí, en su interior, se completa su autorretrato. Tiene también un sabor único: entre aquellas angosturas encontraba un huequecito para alguna rara reliquia de Gustavo de Maeztu o de Ramón Gómez de la Serna, si acaso no un buen trozo de pared para colocar el retrato que Alix le hizo a un Baroja parisino (naturalmente con boina y gabán) rodeado de cocotas (naturalmente enseñando el pernil). Gúlliver era barojiano, y no solo de aspecto, flaco, hirsuto y unos ojos vivaces: me refiero a que más que vender libros, le gustaba leerlos (cosa no tan frecuente en ese gremio ni en ninguno).

No obstante, cuando la pandemia y acaso por derrotismo se dejó unas barbas de chivo a lo Valle Inclán. En la última foto que me mandó, este 20 de agosto, volvía a estar sin ellas. Se le ve sentado a la sombra de una acacia, en su caseta de Moyano, y al lado una niña preciosa, su nieta, y unos libros míos de saldo. Maravillosa foto. Parece decirnos en ella a todos: «La vida sigue». Así es, amigo Manolo, como también que desde ese oreado lugar, en las tapias del Botánico, o desde el zaquizamí de la calle del León, hiciste mejor a este país que cree que lo de los libros viejos es solo la afición de unos cuantos pirados y anacrónicos.

El Baroja de Carlos García-Alix, en Gúlliver.A.T. Cultura

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