<p>De la gran obra de Chaikovski, el Teatro de la Zarzuela ofreció en 1972, 1981 y 1994 notables producciones. La dirección orquestal de Yuri Ternikanov, en 1981, será recordada por los que la escucharon; en 1994,Carlos Álvarez encarnó magníficamente al protagonista. El Teatro Real eligió para su estreno una producción desastrosa que apenas daba cuenta de la obra.</p>
Eligió para su estreno una producción desastrosa que apenas daba cuenta de la obra
De la gran obra de Chaikovski, el Teatro de la Zarzuela ofreció en 1972, 1981 y 1994 notables producciones. La dirección orquestal de Yuri Ternikanov, en 1981, será recordada por los que la escucharon; en 1994,Carlos Álvarez encarnó magníficamente al protagonista. El Teatro Real eligió para su estreno una producción desastrosa que apenas daba cuenta de la obra.
Hoy reaparece en manos de Christof Loy el talentoso, exitoso, abundoso, caprichoso director de escena, que también puede resultar peligroso. Destruyó hace dos años la ópera de Strauss, convirtiendo a Mandryka, el bondados pretendiente de Anabella, en violador. La temporada pasada, difuminó hasta lo incomprensible, las heroínas de Poulenz Schoender, situándolas donde no les correspondía.
Se diría que Loy desprecia la historia que debe contar, no acepta las reacciones de sus personajes, corrige la historia y manipula a los personajes sin otro critero que su gusto o disgusto personal. Tatiana (Kristina Mkhitaryan) es una adolescente que confunde la simplicidad de la vida con la exaltación amorosa, frenta a Oneguin ( Iurii Samoilov), el joven egoísta, ególatra y egocéntrico que confunde el tedio con la desesperación.
En frente, Olga (Victoria Karkacheva) y Lenski (Bogdan Volkov), una pareja de inocentes que sucumbe a las convenciones de Oneguin cree combatir con su desganado impulso destructivo. Aquí nos encontramos en un lugar aséptico y la acción principal se ve distraída por incidencias paralelas; luego, los personajes se degradan. Tatiana es una niñata histérica, Oneguin, un gamberro sin modales; Olga, una coquetuela absurda; y Lenski, un tímido excesivo que contó, sin embargo, con el mejor momento de la función cuando Loy le dejó cantar sin criticar su figura. Cada escena resulta más gratuita y desabrida que la anterior. La fiesta es un guateque beodo, el señor Triquet, un payaso, y cuando el duelo no acaba con Lenski ya la historia ha desaparecido.
Difícil juzgar el trabajo de los cantantes, cuando deben comportarse sin la dignidad que sustenta la humanidad de las criaturas que encarnan. Una caterva de señores que se mezclan con criados, sentándose sobre las mesas, en un esfuerzo irritante de repetirlos que se acabó la elegancia.
El respecto mutuo, la delicadeza de sentimientos; la ópera romántica superándose a sí misma ya puede empeñarse en expresar verdades eternas, que ahora no tenemos las ganas, la vista ni los oidos para escuchar su voz.
Gustavo Gimeno fue el único que respetó y tradujo la música de Chaikovski logrando de la orquesta un bellísimo estilo, que como ocurre tantas veces, camina por derroteros distintos de los que el escenario presentaba. Y el público, una vez más, se ve obligado a forcejear entre lo que no le gusta ver, se desconcierta ante la interpretación de los cantantes y recomienda al vecino impaciente que ¡cierre los ojos! para concentrarse en la música. Una velada operística contradictoria, con un ambiente favorable, aplaudiendo varias intervenciones, pero que no dejó de manifestar una sonora protesta frente a los aplausos de quienes, les guste más o menos, no están dispuestos a abandonar su afición y su teatro.
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