‘The Brutalist’: el irresistible encanto de una ambición descomunal

<p><i>The Brutalist</i> es, por encima de cualquier otra consideración, una película ambiciosa. Pero en el mejor de los sentidos, en el de lanzarse al vacío a ver qué pasa. Decía Lady Macbeth aquello de «Tú quieres ser grande, y no te falta ambición, pero sin la maldad que debe acompañarla. Apeteces la gloria en la senda de la virtud. No quieres jugar sucio, aunque aceptes ganar mal» y no, no es eso.<strong> Brady Corbet concibe el cine como un ejercicio de funambulismo, </strong>con su parte de espectáculo, su parte de exhibicionismo y su parte, la más consciente de todas, de simple suicidio. Sus dos películas anteriores tenían mucho de eso, se superarse a sí mismo y al mucho cine acumulado en la retinas a fuerza de ponerse de puntillas, a fuerza de estirar el cuello hasta romperse las vértebras. Tanto <i>La infancia de un líder</i> (2015) como <i>Vox Lux</i> (2018) son dos ejercicios enfermos de su necesidad de impresionar, de decir algo si no nuevo, sí muy alto. Y claro duelen los oídos.</p>

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 Brady Corbet completa un desmedido fresco con aspecto de obra maestra del fracaso que nos asiste en la piel de un arquitecto tras la Segunda Guerra Mundial desde el fascismo europeo al capitalismo americano  

The Brutalist es, por encima de cualquier otra consideración, una película ambiciosa. Pero en el mejor de los sentidos, en el de lanzarse al vacío a ver qué pasa. Decía Lady Macbeth aquello de «Tú quieres ser grande, y no te falta ambición, pero sin la maldad que debe acompañarla. Apeteces la gloria en la senda de la virtud. No quieres jugar sucio, aunque aceptes ganar mal» y no, no es eso. Brady Corbet concibe el cine como un ejercicio de funambulismo, con su parte de espectáculo, su parte de exhibicionismo y su parte, la más consciente de todas, de simple suicidio. Sus dos películas anteriores tenían mucho de eso, se superarse a sí mismo y al mucho cine acumulado en la retinas a fuerza de ponerse de puntillas, a fuerza de estirar el cuello hasta romperse las vértebras. Tanto La infancia de un líder (2015) como Vox Lux (2018) son dos ejercicios enfermos de su necesidad de impresionar, de decir algo si no nuevo, sí muy alto. Y claro duelen los oídos.

Su nuevo trabajo se presenta como un nuevo intento de llamar la atención. Dura tres horas y media con un intermedio de 15 minutos exactos en el medio (un cartel cronometra la cuenta atrás) y, sin reparar en gastos, está rodada en película de 70 mm en formato VistaVision. Hablamos de un sistema de los años 50 patentado por la Paramount que refinaba la calidad de emulsión tras colocar el negativo de 35 mm en posición horizontal. Hitchcock lo utilizó en buena parte de sus películas de la época y lo elevó a categoría de mito en Vértigo. Y, sin embargo, y pese a lo que bien podría pasar por fuegos de artificio, a la sorpresa inicial se une pronto la hondura, la emoción, el desgarro y la simple belleza. Y también, ya se ha dicho, el vértigo.

Se cuenta la historia de un arquitecto huido de la Europa de la Bauhaus hasta la Norteamérica en pleno desarrollo. Desde el fascismo del Holocausto al capitalismo de después. Adrien Brody es ese hombre que se presenta ante la audiencia como la contraimagen del héroe individualista al que diera vida Gary Cooper en El manantial, rodada por King Vidor en 1949. Aquella cinta era una exaltación de la filosofía de aliento brutalmente nietzscheano según la novela y tesis de la pensadora Ayn Rand. Ésta en cambio es una reflexión sobre los estragos de todas las ideologías cosificadoras en el individuo. Es esencialmente una película humanista, por lo que tiene de reivindicación de lo común, de lo social, de lo de todos, del silencio de lo descomunal.

Durante la primera mitad hasta la fractura de la pausa, se cuenta la llegada solo de László Toth (así se llama el personaje que el director se esfuerza en dejar claro que es inventado, pura ficción) a un país que lo promete todo. Su familia ha quedado atrás. Como permanece también detrás y en carne viva el recuerdo de los campos de exterminio nazis. En la nueva tierra de promisión, un rico magnate (Guy Pearce) le encargará la obra de su vida. Lo que surge es un imponente y brutal templo de hormigón de línea clara y esencialmente desmesurado (brutalismo, por tanto) capaz de atesorar en su gigantismo la emoción de lo diminuto, de lo eterno, de lo cotidiano. Y es en ese mismo registro en el que se mueve una cinta provocadoramente monumental y, sin embargo, solo pendiente de cada una de las fiebres pequeñas que configuran lo más íntimo, del arquitecto de marras y de todos nosotros.

En la segunda parte, llega su mujer por fin (Felicity Jones). Aparece en silla de ruedas haciendo suyas y sobre la superficie de la piel cada una de las heridas de un continente entero. Suena tremendo, y lo es. Puro melodrama en la más melodramática de las posturas. Lo que sigue es una historia de lucha y de supervivencia, de amor por el arte como espacio único para salvación y de condena; de reinvención y de muerte.

Todo The Brutalist se vive sobre la pantalla en contradictorio estado de cauta exaltación, como un sueño justo antes de despertar, como una revelación triste. Brutal de puro brutalista. Acostumbrados como estamos a los movimientos de cámara en el cine actual tan libres como arbitrarios y las puestas en escenas entre funcionales y solo innecesarias, tanto la imagen como el sonido (la banda sonora perfora literalmente cada secuencia) se reivindican en el trabajo de Corbet como asuntos eminentemente morales. El celuloide está presente en la cinta como ese lienzo enorme aparece en el centro Las Meninas. Y así es, porque la reflexión que está siempre activa en la propuesta de Corbet es sobre el mecanismo mismo de la representación, sobre la relación entre lo representado y la realidad, entre lo que se cuenta y lo que es, entre la verdad y lo falso. Entre la tradición del cine americano como puro espectáculo y la urgente necesidad de superarla. Y eso es una asunto moral.

La película invita a un viaje al pasado remoto en su sentido radical (por el propio relato y por el formato usado), pero con la intención no de construir o inventar una pieza de arqueología, sino para depositar ante los ojos del espectador una obra que apela a un presente urgente. El fascismo de ayer es el de hoy y el capitalismo de entonces come tanto y con tanta ansia como el de ahora. Es más, la obsesión por la arquitectura fea, neoclásica e historicista se mantiene en la extrema derecha da lo mismo la época. Importa la memoria tanto la histórica como la visual, importa el instante de lucidez sostenido durante más de tres horas de una obra muy personal por ser la historia de todos. En un tiempo de telenovelas en tres actos alargadas en temporadas insufribles una detrás de otra, hacía falta un poco de ambición. Con la maldad a la que invita Lady Macbeth o sin ella, pero ambición al fin.

Dirección: Brady Corbet. Intérpretes: Adrien Brody, Felicity Jones, Guy Pearce, Joe Alwyn, Raffey Cassidy. Duración: 215 minutos. Nacionalidad: Estados Unidos.

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