The Brutalist, la Mostra implosiona bajo la evidencia de una obra maestra de dimensiones colosales (*****)

<p>No ocurre muy a menudo que una obra artística se imponga al espectador con la evidencia de una obra maestra desde su estreno. Probablemente, los primeros espectadores de <i>Las Meninas,</i> por ejemplo, no entendieron por qué la mayor parte de la superficie del lienzo la ocupaba la nada, otro lienzo del revés. Y es casi un lugar común que cada obra esencialmente moderna, por discutir las reglas del hábitat natural del que surgen, sea recibida a bastonazos. Digamos que, en la mayor parte de los casos, es el tiempo el que ajusta las piezas, reordena el canon y, lo más importante, abre los ojos. <i>Casablanca</i>, la película más amada de la historia, según el dictado de Billy Wilder, es antes que nada una contradicción, una caprichosa casualidad donde se dieron cita todos los accidentes del mundo. <strong>Nada salió como estaba planeado y lo que salió ha acabado por imponerse como la esencia de lo clásico.</strong> Y <i>El padrino</i> fue vivida por su autor como una concesión que acababa con todos sus sueños de revolución hasta constituirse ella misma en la única revolución posible y necesaria.</p>

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 Brady Corbet sorprende con un megaproyecto rodado en película de 70 mm en formato VistaVision que narra la historia de un arquitecto tras la Segunda Guerra Mundial desde el fascismo europeo al capitalismo americano  

No ocurre muy a menudo que una obra artística se imponga al espectador con la evidencia de una obra maestra desde su estreno. Probablemente, los primeros espectadores de Las Meninas, por ejemplo, no entendieron por qué la mayor parte de la superficie del lienzo la ocupaba la nada, otro lienzo del revés. Y es casi un lugar común que cada obra esencialmente moderna, por discutir las reglas del hábitat natural del que surgen, sea recibida a bastonazos. Digamos que, en la mayor parte de los casos, es el tiempo el que ajusta las piezas, reordena el canon y, lo más importante, abre los ojos. Casablanca, la película más amada de la historia, según el dictado de Billy Wilder, es antes que nada una contradicción, una caprichosa casualidad donde se dieron cita todos los accidentes del mundo. Nada salió como estaba planeado y lo que salió ha acabado por imponerse como la esencia de lo clásico. Y El padrino fue vivida por su autor como una concesión que acababa con todos sus sueños de revolución hasta constituirse ella misma en la única revolución posible y necesaria.

The brutalist, que no cunda el pánico, no es Casablanca, tampoco El padrino y, salvo que se nos vaya la mano con el spritz, cualquier comparación con Las Meninas es solo cosa de eso, del alcohol (aunque también aquí el lienzo del celuloide aparezca del revés y lo ocupe casi todo). Y nada tiene que ver con ellas sobre todo porque la nueva película de Brady Corbet se antoja toda una revelación desde el instante mismo de su visión. Y además por sorpresa. Recuérdese que su director, antes actor, lo único que presenta hasta la fecha que acredite su calidad de autor son dos películas interesantes, desconcertantes y anómalas, pero muy discutibles. Tanto La infancia de un líder (2015) como Vox Lux (2018) son dos ejercicios enfermos de su necesidad de impresionar, de decir algo si no nuevo, sí muy alto. Y claro duelen los oídos.

Su nuevo trabajo se presenta como un nuevo intento de llamar la atención. Dura tres horas y media con un intermedio de 15 minutos exactos en el medio (un cartel cronometra la cuenta atrás) y, sin reparar en gastos, está rodada en película de 70 mm en formato VistaVision. Hablamos de un sistema de los años 50 patentado por la Paramount que refinaba la calidad de emulsión tras colocar el negativo de 35 mm en posición horizontal. Hitchcock lo utilizó en buena parte de sus películas de la época y lo elevó a categoría de mito en Vértigo. Y, sin embargo, y pese a lo que bien podría pasar por fuegos de artificio, a la sorpresa inicial se une pronto la hondura, la emoción, el desgarro y la simple belleza. Y también el vértigo.

Se cuenta la historia de un arquitecto huido de la Europa de la Bauhaus hasta la Norteamérica en pleno desarrollo. Desde el fascismo al capitalismo. Adrien Brody es ese hombre que se presenta ante la audiencia como la contraimagen del héroe individualista al que diera vida Gary Cooper en El manantial, rodada por King Vidor en 1949. Aquella cinta era una exaltación de la filosofía de aliento brutalmente nietzscheano según la novela y tesis de la pensadora Ayn Rand. Ésta en cambio es una reflexión sobre los estragos de todas las ideologías cosificadoras en el individuo. Es esencialmente una película humanista, por lo que tiene de reivindicación de lo común, de lo social, de lo de todos, del silencio de lo descomunal.

Adrien Brody en la presentación de ‘The Brutalist’.FABIO FRUSTACIEFE

Durante la primera mitad hasta la fractura de la pausa, se cuenta la llegada solo de László Toth (así se llama el personaje que el director se esforzó en dejar claro que es inventado, pura ficción) a un país que lo promete todo. Su familia ha quedado atrás. Como permanece también detrás y en carne viva el recuerdo de los campos de exterminio nazis. En la nueva tierra de promisión, un rico magnate (Guy Pearce) le encargará la obra de su vida. Lo que surge es un imponente y brutal templo de hormigón (brutalismo, por tanto) capaz de atesorar en su gigantismo la emoción de lo diminuto, de lo eterno, de lo cotidiano. Y es en ese mismo registro en el que se mueve una cinta provocadoramente monumental y, sin embargo, solo pendiente de cada una de las fiebres pequeñas que configuran lo más íntimo, del arquitecto de marras y de todos nosotros.

En la segunda parte, llega su mujer por fin (Felicity Jones). Aparece en silla de ruedas haciendo suyas y sobre la superficie de la piel cada una de las heridas de un continente entero. Suena tremendo, y lo es. Lo que sigue es una historia de lucha y de supervivencia, de amor por el arte como espacio único para salvación y de condena; de reinvención y de muerte.

Todo The brutalist se vive sobre la pantalla en contradictorio estado de cauta exaltación, como un sueño justo antes de despertar, como una revelación triste. Brutal de puro brutalista. Acostumbrados como estamos a los movimientos de cámara en el cine actual tan libres como arbitrarios y las puestas en escenas entre funcionales y solo innecesarias, la imagen se reivindica en The brutalist como un asunto eminente moral. Decíamos que el celuloide está presente en la cinta como ese lienzo enorme aparece en el centro Las Meninas. Y así es, porque la reflexión que está siempre activa en la propuesta de Corbet es sobre el mecanismo mismo de la representación, sobre la relación entre lo representado y la realidad, entre lo que se cuenta y lo que es, entre la verdad y lo falso. Y eso es una asunto moral, además de actual.

La película invita a un viaje al pasado remoto en su sentido radical (por el propio relato y por el formato usado), pero con la intención no de construir o inventar una pieza de arqueología, sino para depositar ante los ojos del espectador una obra que apela a un presente urgente. El fascismo de ayer es el de hoy y el capitalismo de entonces come tanto y con tanta ansia como el de ahora. Importa la memoria tanto la histórica como la visual, importa el instante de lucidez sostenido durante más de tres horas de una obra muy personal por ser la historia de todos.

Sin duda, la Mostra buscaba un León de Oro irrefutable y lo ha encontrado. Una obra maestra al instante.

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