The order, Justin Kurzel propone un thriller impecable, violento y febril sobre todas las formas del fascismo de ayer y hoy (****)

<p>Cada una de las balas que se disparan en una película va dirigida a nosotros, las que salen del rifle del protagonista y las otras. Sobre todo, las otras. Al fin y al cabo, el proceso más elemental de identificación con un personaje hace que riamos, corramos, suframos y nos asustemos con él. El dispositivo del cine es por ello anticipación y, sobre todo, deseo. <strong>Deseamos que le suceda algo a nuestro héroe porque nos ocurre a nosotros</strong>. La historia luego nos lo confirma o desmiente, pero siempre de manera personal. Somos, de alguna manera, el actor que contemplamos. Y las balas que no vemos y que le amenazan o, incluso y de manera excepcional, le aciertan son proyectiles contra nosotros. Un <i>thriller </i>(o un <i>western</i>) bien construido y con armas que detonan, además de ruidoso, es cualquier cosa menos banal, es algo muy íntimo.</p>

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 El director australiano viaja a los años 80 para, de la mano de un soberbio Jude Law, recuperar la historia real y muy presente de una organización racista neonazi  

Cada una de las balas que se disparan en una película va dirigida a nosotros, las que salen del rifle del protagonista y las otras. Sobre todo, las otras. Al fin y al cabo, el proceso más elemental de identificación con un personaje hace que riamos, corramos, suframos y nos asustemos con él. El dispositivo del cine es por ello anticipación y, sobre todo, deseo. Deseamos que le suceda algo a nuestro héroe porque nos ocurre a nosotros. La historia luego nos lo confirma o desmiente, pero siempre de manera personal. Somos, de alguna manera, el actor que contemplamos. Y las balas que no vemos y que le amenazan o, incluso y de manera excepcional, le aciertan son proyectiles contra nosotros. Un thriller (o un western) bien construido y con armas que detonan, además de ruidoso, es cualquier cosa menos banal, es algo muy íntimo.

Justin Kurzel lo sabe. Como tiempo atrás lo supo Michael Mann en aquella gloriosa balacera que era Heat. Y para demostrarlo, el director australiano, que igual adapta a Macbeth que revisa uno a uno todos los crímenes de la Humanidad (Los asesinos de Snowtown, La verdadera historia de la banda de Kelly o Nitram), propone esta vez el relato con mucha pólvora y más vergüenza de una historia real, la de la organización supremacista y neonazi que entre 1983 y 1984 sembró el pánico y el odio en el noroeste de Estados Unidos. Con el libro Los diarios de Turner, de William Luther Pierce, como manual de referencia atracaron bancos, falsificaron dinero, pusieron bombas, asesinaron al locutor de radio Alan Berg y planearon de forma entre alucinada y minuciosa el asalto al Capitolio (sí, hay antecedentes). The order es el título de la cinta, que era como se llamaban los racistas de marras.

Con un Jude Law ejerciendo de agente del FBI obsesionado y roto, la cinta avanza por la pantalla como una detonación. O muchas. Kurzel organiza de forma milimétrica cada tiroteo, cada explosión y todas y cada una de las persecuciones. Pero más allá del espectáculo, se las arregla para que la diana de tanta refriega seamos siempre nosotros. Nos importa lo que le sucede al protagonista de la misma manera que nos afecta la suerte de su compañero al que interpreta un impecable Tye Sheridan y nos espanta la frialdad del villano Nicholas Hoult. Y eso es así en buena parte por la soberbia factura de un thriller tan riguroso y consciente de la tradición como aparatosamente vistoso, entretenido y vibrante. Pero también, y casi en mayor medida, porque lejos de hablar del pasado, The orderhabla del presente, de nuestro presente y de hasta de nuestra aplicación X (que el amable nombre de Twitter haya acabado convertido en lo más parecido a un hierro para marcar reses, da una idea de donde estamos).

El libro en el que se inspiran los iluminados fascistas adoradores de esvásticas es el mismo del que se encontraron varios ejemplares en el asalto al Capitolio de 2021 y todas y cada una de las soflamas que se escuchan (que si están amenazando nuestro modo de vida, que si nos sustituyen, que si todo es una conspiración…) son tan actuales y con ese olor a hez de retuit que cabe decir aquello de Faulkner de que el pasado es el presente. Es más, el pasado ni existe. Y ése disparo no hay forma de esquivarlo.

Cuentan las crónicas que la cinta seminal Asalto y robo de un tren, de Edwin S. Potter, incluía una secuencia en la que uno de los bandidos miraba a cámara y disparaba al público. Originalmente, la escena estaba pensada para que los exhibidores la incluyeran al final o al principio de la película de 1903 por puro y exclusivo criterio mercantil. Pero también es cierto que, ya desde el principio, un recurso tan evidentemente moderno estaba ahí para romper las reglas. La mirada a cámara fractura el entramado de la ficción. Cuando un actor nos mira, entre la pantalla y nosotros, de repente, se descubre el necesario abismo que nos separa; el mecanismo tal vez mágico o ilusorio del cine salta por los aires y la audiencia es agredida a la vez que invitada a participar con plena conciencia en la ficción de la aventura, en la ficción de la propia ficción. The order hace otro tanto. El fascismo del pasado es el fascismo del presente. Boom. Brillante y enérgica.

Por lo demás, la sección oficial se completó con la película francesa Leurs enfants après eux (Sus hijos tras ellos), de los hermanos Ludovic y Zoran Boukherma, y el regreso del director italiano eterno Gianni Amelio, que presentaba Campo di battaglia (Campo de batalla). Las dos comparten su espíritu de gran novela y poco más. La primera es, de hecho, una adaptación del libro de Nicolas Mathieu, que recorre la década de los 90 en la Francia lejos de París y de la mano de un adolescente que crece (Paul Kircher). La ambición mata el intento de los directores de contarlo absolutamente todo y desde los ángulos de cámara más extraños. Pese a la exuberancia de la puesta en escena, la historia apenas consigue avanzar a saltos sin otra coherencia que la de los sucesivos desastres que, de manera algo arbitraria, acosan al protagonista. Un buena velada, pero no la de esta noche.

La película del veteranísimo director italiano es, quizá, el polo opuesto. Esta vez la ortodoxia lo puede todo en una película ambientada en el año 1918 dentro un hospital que recibe a los heridos y mutilados de la Gran Guerra. Allí, les esperan dos médicos: uno hace lo posible para que los soldados se reincorporen al frente lo más rápido posible (todo por la patria) y otro, el protagonista (Alessandro Borghi), se desvive por mandarlos a casa y que acabe la locura. Amelio tiene claro de qué lado estar y así lo hace explícito desde la evidencia de un pacifismo nada ingenuo, sino todo lo contrario: cabal, combativo y justo. Otra cosa es el tono y ritmo narrativo de la cinta que da un nuevo significado al término premiosidad. No es tanto lentitud como tardanza, que no es lo mismo.

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