<p><strong>Tim Burton </strong>no es solo uno de los más singulares creadores que ha dado el cine reciente; también es, guste o no, una marca. Del mismo modo que algunas tiendas de ropa venden camisetas de Nirvana a gente que no tiene ni idea quién fue Kurt Cobain (eso ocurre y no pasa nada), el imaginario del director de <i>Bitelchús </i>se ha impuesto muy por encima de su cine. Se puede visitar una exposición en tres dimensiones sobre Burton sin saber que una vez este hombre compuso una obra maestra como <i>Ed Wood </i><strong>(de sus desastres, que los hay, nos olvidamos)</strong>. Eso ha pasado y, ya se ha dicho, no pasa nada. O quizá, ésa sea precisamente la gracia del cine, de todo él: reconstruir <strong>la ficción que da sentido a casi todo desde la íntima certeza de su impostura</strong>. El cine como mentira inevitable.</p>
‘Bitelchús Bitelchús’ abre la Mostra con un autohomenaje un poco inconexo pero divertido, gozoso y libre de solemnidades
Tim Burton no es solo uno de los más singulares creadores que ha dado el cine reciente; también es, guste o no, una marca. Del mismo modo que algunas tiendas de ropa venden camisetas de Nirvana a gente que no tiene ni idea quién fue Kurt Cobain (eso ocurre y no pasa nada), el imaginario del director de Bitelchús se ha impuesto muy por encima de su cine. Se puede visitar una exposición en tres dimensiones sobre Burton sin saber que una vez este hombre compuso una obra maestra como Ed Wood (de sus desastres, que los hay, nos olvidamos). Eso ha pasado y, ya se ha dicho, no pasa nada. O quizá, ésa sea precisamente la gracia del cine, de todo él: reconstruir la ficción que da sentido a casi todo desde la íntima certeza de su impostura. El cine como mentira inevitable.
Bitelchús, Bitelchús, la ineludible secuela de la original estrenada hace 35 años, juega exactamente en ese incierto terreno entre la nostalgia y el reconocimiento cabal. Para unos, los más mayores, se trata de revisitar la sorpresa que produjo una cinta fundacional que, pese a contar con los antecedentes de La gran aventura de Pee-Wee y el corto Frankenweenie, creó un universo desde cero: el universo Burton, el universo que se expandiría por las primeras y casi únicas películas de superhéroes estrictamente de autor. Para otros, los más jóvenes, Burton siempre ha estado ahí, independientemente del propio Burton. Con lo que esta película puede ser para ellos una especie de paseo por el parque de al lado de casa o, quizá, como una oportunidad para cambiar de barrio y darse una vuelta por el pasado. Antes de dos veces Bitelchús, estuvo una vez Bitelchús. Eso sí, hay que pagar el peaje boomer de asistir a la enésima recreación de los éxitos de los años 80. Qué le vamos a hacer.
Burton se toma la película y a sí mismo con una ligereza que, esto sí, asusta. Si ya la cinta primera podía presumir del argumento más breve, casi inexistente, de la historia, ésta directamente prescinde de él. Pasan muchas cosas, eso sí, pero todas ellas de una manera tan inconexa y alegremente disparatada que muy bien podrían no pasar. Y no hubiera cambiado nada. Si en la primera entrega se trataba de que el fantasma al que daba vida Michael Keaton ejerciera de espanta-compradores de una casa por fuerza encantada, ahora, las tres generaciones de la familia Deetz (Winona Ryder, Catherine O’Hara y Jenna Ortega) regresan a Winter River. Y ahí, vuelta a empezar, como si no hubiera pasado el tiempo. Por culpa de una maqueta y una vieja deuda por cumplir, se abre una puerta al más allá (o, mejor, Más Allá) y empieza una confusa persecución donde unos buscan a otros a un lado y al otro de la frontera que separa la vida de la muerte.
Hasta que llegado un momento, a la voz de «Bitelchús, Bitelchús, Bitelchús», todo se acaba. Y no pregunten por qué. De hecho, ahora mismo podríamos seguir en el cine viendo serpientes de arena y muertos decapitados, y la completa incoherencia del guion no se resentiría un ápice. Tim Burton nunca fue un gran narrador y esa carencia (o virtud, según se mire) se ha agravado con los años.
Pero esto, en contra de lo puede parecer, no es malo. Al revés, ésa es la principal virtud de una secuela que no se toma en serio en ningún momento, que no se cree que sea secuela de nada y que evita lo que desgraciadamente es tan habitual en el género de las continuaciones de carácter estrictamente comercial: ponerse mística, grave o intentar inventar un relato oculto a sus personajes por aquello de ampliar la leyenda, la taquilla y la base de fans. No. Bitelchús, Bitelchús hace casi lo mismo que la primera entrega, repite buena parte de sus personajes, criaturas y seres del inframundo y se permite algún que otro chiste para, directamente, arrojar al averno a su creador (en el tren de las almas-souls, en inglés- se canta y se baila soul. Por menos, hay gente con condena irrevocable).
Dice Burton que el espíritu era ése, que, por otro lado, coincide con el propio espíritu de todo lo que Burton siempre ha hecho: meticulosamente desmañado, concienzudamente improvisado, imaginativamente ingobernable y alegre dentro de lo siniestro. «Todo lo rodamos muy rápido. Las cosas que normalmente llevan meses por culpa de los efectos, las hacíamos en apenas una semana. Comprábamos una muñeca, la desmontábamos, le poníamos varillas y la hacíamos moverse. Ése era el espíritu de la película, y eso nunca ocurre en las producciones convencionales…», comentó en la presentación. Y siguió: «Ni siquiera el final estaba escrito. Jugábamos con todas las posibilidades… La película no va a ganar ningún premio de la Academia de Hollywood por efectos especiales, pero no importa». Esto último no puede ser más cierto: qué más da todo.
Otra cosa, ya que estamos, es preguntarse si tiene sentido que un festival de cine acceda a inaugurarse con una película que, en verdad, estará en la cartelera de todo el mundo la semana que viene. Venecia lleva años haciendo todo tipo de concesiones a las plataformas, con Netflix a la cabeza. Y eso le ha costado muchas críticas. Este año, la elección es más original, que no radical: conceder el honor de la apertura al primer blockbuster de estreno inminente. Imaginemos que el mundo se está volviendo todo él un poco Burton. Da igual todo, el caso es que si repetimos delante del espejo las tres palabras mágicas, acto seguido nos podemos ir a hacer cualquier otra cosa. Ese es el espíritu.
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