<p>Lo peor que le puede pasar a una historia de amor es que dure mucho. Hablamos en términos estrictamente cinematográficos. Por supuesto, en la vida fuera de la pantalla lo saludable es que las cosas discurran tranquilas y para siempre, y que el mayor problema sea si Broncano o Motos (aunque ahora que lo escribo, ésta si puede ser una causa de divorcio). Lo que intentamos decir es que así como de las familias felices lo único que sacas es un post en Facebook (las familias felices son antiguas y, por eso, todavía usan Facebook), de las infelices sale fácil un novelón, una serie con seis temporadas o una película con secuela.</p>
Florence Pugh y Andrew Garfield, de la mano de John Crowley, insisten en reinventar el romanticismo sin clichés y con resultado desigual
Lo peor que le puede pasar a una historia de amor es que dure mucho. Hablamos en términos estrictamente cinematográficos. Por supuesto, en la vida fuera de la pantalla lo saludable es que las cosas discurran tranquilas y para siempre, y que el mayor problema sea si Broncano o Motos (aunque ahora que lo escribo, ésta si puede ser una causa de divorcio). Lo que intentamos decir es que así como de las familias felices lo único que sacas es un post en Facebook (las familias felices son antiguas y, por eso, todavía usan Facebook), de las infelices sale fácil un novelón, una serie con seis temporadas o una película con secuela.
John Crowley, director antes de la notable Brooklyn, lo sabe. Pero también sabe que, en tiempos después del Metoo, es obligación de todo drama romántico que se precie (de las comedias también, por cierto) no caer en el feo vicio de los clichés, de los lugares comunes y de las escenas de sexo donde la desnuda es ella mientras él no se baja de los calzoncillos. Las cosas han cambiado o (por aquello de no confundir deseo y realidad) deberían haberlo hecho. Así las cosas, Vivir el momento, la película que tuvo a bien clausurar el Festival de San Sebastián a la vez que se entregaba el palmarés es en sentido riguroso clásica y moderna a la vez. Es cursi, sí, pero con cierta clase.
Se cuenta la historia de una pareja que se ama. Eso siempre es así. Hasta que llega el momento de que la cosa deja de funcionar. Ahora bien, el motivo no es el desamor, sino un cáncer de ovarios. Suena tremendo, pero el cine (también la vida, la verdad) cuando quiere también saber ser tremenda. Básicamente, de lo que se trata es de cómo vivir, tal y como dice el título, el momento, lo que queda. ¿Dejarlo todo y encerrarse para disfrutar al máximo el uno del otro sin hacer caso ni de la enfermedad ni del mundo? ¿O concentrarse con todas las fuerzas en la terapia abrasiva para hacer lo más largo posible el tiempo que queda? Por resumirlo mucho, y por pedestre que suene, se trata un poco de elegir entre calidad y cantidad.
Florence Pugh y Andrew Garfield (soberbios los dos) se esfuerzan en hacer comprensible el drama sin imponer soluciones. La estructura de la película en espiral con el tiempo fraccionado y sin atender a ninguna línea digamos recta, además de ser lo más original, ayuda también a comprender el dilema, lo esponja, lo relativiza y, al final, hasta le da sentido. El director se las ingenia para no caer en ninguna de las trampas del género y, en efecto, aquí, en las escenas de sexo, se desnuda hasta el gato. Además, es ella la que encarna la determinación y la ambición (quiere ganar un concurso de cocina pese a su dolencia como la experta que es, entre otras cosas, en freír un huevo); y él, simplemente se deja llevar. Es decir, estamos en otro marco distinto y lejos del patriarcado y sus esclavitudes.
Bien es cierto, que, si la cinta evita unos clichés, no puede por menos que dejarse arrastrar por otros. Pese al ejercicio de contención de los actores, la catarata de desgracias resulta tan forzada como, por un momento, risible. Eso por no hablar de la perfección moral de unos personajes que no de derrumban ante nada. Una cosa es no abusar de las lágrimas y otra bien distinta es que la única que llore sea la doctora cada vez que ve los resultados del último análisis. Digamos que estar demasiado pendiente de no cometer errores a veces es un error.
Sea como sea, buen intento. Vivir el momento es un drama romántico digno. Sí, es cursi, decíamos, pero, claro, si no fuera ni siquiera cursi, no sería romántico, sería otra cosa: un western crepuscular, un bocadillo de mortadela o, por qué no, un termostato.
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